miércoles, 21 de marzo de 2018

CUIDADO SANSON, LO QUIEREN MATAR 38



Se sentó un rato a la orilla del río para ver los peces gigantes de catorce colores y ojos con pestañas violeta que salían impulsados del agua elevándose cinco metros para caer otra vez en malabarismos sorprendentes como dando gracias a la naturaleza por tanta generosidad.
Después de hora y media de mirar el río, Manoa se levantó y siguió caminando impresionado del imperio del diamante y las perlas, mientras un aguacero formidable se desprendía del cielo, como un diluvio. El ya se había olvidado de los aguaceros y por eso sintió  melancolía porque en su tierra ese milagro era casi prohibido.
Empapado hasta los huesos pero dichoso, se encontró mas adelante en un lugar rocoso y siempre verde donde decenas de hermosas mujeres de diminutos guayucos venían corriendo  para ofrecerle ollas de barro repletas de diamantes, de esmeraldas, topacios y otras piedras deslumbrantes de las que no tenía conocimiento pero que lo deslumbraban inexplicablemente.
Manoa no sabía que hacer. Solo acertaba a sonreír y a decir “gracias, gracias”. Semejantes regalos lo hacían sentir como un emperador del planeta.
Esas mujeres eran las Amazonas. Guerreras y salvajes que viajaban montadas en jaguares de fuego por las orillas de los grandes ríos y entre la selva poderosa;  tenían por centenares de esos jaguares a los que dejaban en largas praderas para que descansasen mientras ellas entraban a las cuevas donde llegaban a guardar los tesoros de Columbus que encontraban como uno podía encontrar arena en una playa.
Después de recibirles las ollas llenas de diamantes y esmeraldas y de acomodarlas en las espaldas de los camellos, Manoa les dijo “Gracias, gracias” y se despidió mientras arrancaba a caminar otra vez por el imperio del agua y del diamante.
Vio miles de animales raros y hermosos, saltando, trepando, reptando, volando entre las rocas húmedas, en las ramas de los gigantescos árboles, entre lagos oscuros y en medio del aire a veces caliente y a veces frío y pensó “aquí es donde Dios vive porque  no hace falta nada, nada”.
Ordenó a los camellos sobrevolar la selva para conocerla toda, para aspirar sus perfumes y contagiarse de la abundancia que lo asombraba como jamás le había sucedido frente a algo o a alguien.
Los camellos arrancaron a volar desplazándose encima de los árboles y haciendo vueltas para permitirle a Manoa que observara todos los detalles.
Era un mar verde y oscilante bajo el viento que no perdía la oportunidad de estrecharse por los huecos que las ramas y las hojas le dejaban y llegar hasta abajo tocando la piel de la tierra y del agua que era voluptuosa como una mujer con la sangre incendiada.

Manoa disfrutaba de los aromas y el paisaje, sintiéndose privilegiado de estar aquí como ninguno otro de su país había podido hacerlo.






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