“Estaré
vigilante y activa. Dormiré poco, y al mas leve llamado vendré sin demora
siempre, siempre que me necesite”.
“Bien,
así debe ser porque esa es la ley del
universo……. ya podéis iros a descansar debajo de la peña”.
La
cobra se balanceó entonces en un círculo amplio y dijo
“Hasta luego Sansón”.
Y abrió
las alas batiéndolas con potente fuerza.
En un
instante se elevó en el aire algo oscuro pero tranquilo del medio día en busca
de su guarida que quedaba al sur del
desierto, entre gigantescas y poderosas piedras que le ofrecían escondite y
descanso.
El
joven también se puso de pie, mareado. Arregló la túnica que estaba enredada en
una rama espinosa, se acomodó el turbante asegurándolo en la nuca y caminó despacio llevado por la extraña fuerza que en ese
momento lo poseía.
Vivía
con su madre Mara, y su padre Manoa.
El
estado en que estaba era de arrobo, de gozo. Un envidiable enajenamiento que lo
conectaba con estados desconocidos y deliciosos. Esa fuerza poderosa y buena le
había invadido el cuerpo, la mente y el corazón.
La
casa estaba a trescientos metros del sitio a donde había llegado la serpiente, al lado de altas peñas milenarias
y pardas, rodeada al oriente por grandes piedras gastadas por el roce del
viento y calentadas por el sol de cada día; cerca de ellas, palmeras de hojas
verde profundo y arbustos espinosos daban
frescura y sosiego al lugar.
El
pequeño valle tenía pocas aguas, un oasis minúsculo y diminutas fuentes que Sansón y sus padres
cuidaban como un tesoro, porque en realidad eso eran,, un verdadero tesoro que
pocos podían tener en aquella región tan seca. Sembraban árboles: cedros, robles, eucaliptos,
instalaban viñas no muy extensas, pero bien cuidadas, y otros cultivos temporales
para tener alimentos y conservar verde y vital la región.
El
clima en general era soportable.
El mar
rugía allá, al oriente, como a ochocientos kilómetros después de las arenas y
las dunas. El sol del medio día caía agudo haciendo reflejos extraños encima del
polvo y la arenisca, sobre las piedras a lo lejos, como espejismos. “Hola padre,
hola madre como están?” saludó Sansón mientras un fulgor suave lo rodeaba. “Hola
hijo, donde estabas?”
“Estaba reflexionando, pero tengo sed”. “En
el cántaro hay agua. Bebe mientras te sirvo el almuerzo”, dijo la madre
mirándolo con curiosidad y dicha. Ya lo había visto varias veces en ese estado
tan particular y dio gracias a la naturaleza por su hijo que la llenaba de
orgullo.
Fue a un lado de la
hornilla que no era muy grande, levantó el cántaro sirviendo agua en una tasa
de barro que estaba ahí.
De
pronto dijo mientras bebía. “Viajaré al país de los Filisteos”.
Tomó otros
sorbos mirando por la puerta como una cabra blancuzca brincaba de una roca a
otra con gran agilidad buscando cáscaras y briznas de hierba fresca que ya
otras cabras habían mordisqueado afanadas, yéndose a sitios mejores.
Manoa
se sobresalto igual que Mara, escuchando lo que decía su hijo. “Vas a ir a ese
país tan peligroso?”
Si. Escucho una voz que me
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