lunes, 4 de julio de 2011

EL PAIS DE LA NIEVE Y LA MONTAÑA BRILLANTE 9 (La desconocida y fantástica historia de los pueblos indígenas de Columbus)



Se daban codazos y empujones buscando los primeros lugares.

A lo lejos los asistentes vinieron venir a cinco Jeques, vestidos con gran pompa y muchos colores, teñidos sus rostros de verde, negro y azafrán, llevando en las manos largos cuchillos brillantes y en sus cabezas diademas de oro con una esmeralda reluciente en el centro. Los acompañaba el cacique Suamox que llevaba la vara del poder en la mano derecha. Era una vara larga de oro, con un diamante en la punta y en la que se apoyaba de vez en cuando, en las dificultades del terreno.

Frente a el, todos se inclinaban reverenciándolo porque era sabio y prudente, y decidía las cosas con justicia. Pronto entraron solemnes por el corredor del norte, mirados por la abigarrada multitud que se empujaba y se tumbaba en el suelo, creando un bárbaro desorden que nunca llegaba a calmarse. Llegaron a la gran puerta del templo, forrada con láminas de oro representando al sol, y que uno de los sacerdotes abrió con lentitud, dándole pomposidad al acto.

Otro sacerdote que tenía la cabeza muy levantada, con aire de imponencia y autoridad, traía de la mano a un niño de ocho años, dócil. Muy manso. Su mirada estaba perdida y sonámbula, incapáz de comprender que dentro de poco iba a perder la vida. Le habían dado a beber de una yerba desconocida que le extraviaba la conciencia. Venía acompañado por su padre y por su madre que lo entregarían felices en el altar del sol para que fuera sacrificado al dios. Lo habían criado exclusivamente para eso, como pasaba con muchos niños de la tribu, para que al cumplir la edad, fueran una ofrenda al dios Xué, que los recibiría en sus brazos y los dejaría viviendo en su reino de luz y eternidad, para que ayudaran desde allá a las tribus.

Ahí fue el alboroto porque todos querían ver al niño que prontamente se iría con el dios. Querían recordarlo en sus últimos momentos. Deseaban grabar en el recuerdo sus facciones, sus movimientos, sus palabras y quizás sus lágrimas.

Ese niño era en ese momento un pequeño dios que se montaría en los rayos del sol viajando a velocidades extraordinarias para encontrarse con Xué, su eterno padre. Sería mensajero del agradecimiento y el nuevo intérprete de la deidad.

Esos sacrificios de adolescentes se hacían cada ocho dias, cuando alumbraba el sol.

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