miércoles, 10 de septiembre de 2014

UN CONDOR GENIAL 16 (La fascinante historia de uno de los últimos cóndores que nos quedan en los Andes Colombianos)





 Se entretuvieron mucho con una tortuga voladora alrededor de ellos, mientras cantaba canciones negras y silbaba de un modo tan inexplicable, que la selva callaba para escucharla.
A las once de la mañana volvieron al rancho donde encontraron al sabio preparándoles otro plato.”Qué delicia”, le decían arrimándose a la hornilla, mirando al hombre contento con las pequeñas cosas. “Quiero que recuerden su visita aquí, eso me dará alegría. Su juventud alegra el tiempo y los sitios por donde pasan”
Después de veinte minutos, los invitó a sentarse en el tronco del patio mientras les servía. Ellos se pusieron de pié para recibirle y caminando otra vez hasta el tronco devoraron todo con gusto. Veían que en aquellos alimentos había algo mas que una atención. En los platos y en la comida vieron el afecto, y mucha dignidad y respeto.
Hablaron del viaje en el globo y de lo bueno que era andar medio perdido en las nubes. No tener rumbo fijo, solo dejarse llevar, confiando en que sus deseos se cumplieran en complicidad con las fuerzas del universo Lo inflarían, subirían, se elevarían, yéndose por el cielo igual que nubes caprichosas.
Se pararon del tronco. Fueron a la orilla del río donde lavaron los platos, mirando cómo los peces en cardumen esperaban las sobras que se multiplicaron mágicas porque el sabio llegó con una olla llena de arroz que vertía lento en las aguas, haciendo una revolución acuatica que los jóvenes no olvidarían. 
Cogieron de la mano al sabio diciéndole “Ahora camine nos ayuda a inflar el globo”.
Era una tarea dura para el sentir del hombre, pero sin decir nada, se fue a un rincón de la habitación cogiendo trapos, camisas y pantalones viejos a los que untó con la savia de un árbol gigantesco, y que servía de combustible. Después de amarrarla fuertemente con alambres gruesos, sería la antorcha que calentaría rápido el aire de la esfera.
Consiguió también una sopladora fabricada con hojas de palmeras, y metiéndose debajo de la boca de la arrugada bola, aseguró la antorcha con varillas metálicas que encontró enredadas en un cerco de guadua. Luego prendiéndola con un tisón traído de la cocina al que sopló muchas veces, hizo fuego hasta que el aire caliente preso en la inmensa bola, empezó a tirar con fuerza descomunal. Entonces dijo a sus visitantes “Ya está listo su globo, pueden subirse a la canastilla”.
Entre gritos y carreras Fresno y Coyaima se encaramaron en la canasta mientras el sabio entró a la choza sacando un costalado de cocos, mangos y otras frutas  que llevó en el hombro y  puso en la canasta de la esfera, mientras los jovencitos lo miraban en sus movimientos.
Ese solitario los hizo callar.
Se estiraron abrazándolo quedándose así largo rato. “Volveremos, volveremos a visitarlo decían los jóvenes. “Los esperaré, siempre los esperaré”.
El sabio se agachó buscando el lazo sujetador el globo. Buscó el nudo que soltó lento, después de muchas peripecias, porque estaba muy apretado.
En ese momento la nave se fue elevando entre las palmeras, despacio en el espacio azul que tenía nubes blancas al oriente y líneas rojizas en perfil.
Ellos se despedían desde arriba estirándose, gritando y moviendo mucho los brazos " Adiós sabio, adiós sabio gracias por todo lo que hizo por nosotros. No olvidaremos nunca su atención".
Y el sabio gritó con toda la fuerza “Adiós jóvenes, que el cielo los proteja siempre. Que les vaya bien en todos los sitios por donde pasen.
Y así, los gritos eran menos cada vez, hasta que la gran esfera se perdió en el horizonte azul, convertido en un punto que se hizo invisible, muy lejos de donde el sabio había quedado.
El hombre sintió un dolorcito en el pecho, se sentó en su silla grasosa y concentrándose en una lucecita blanca que veía al frente,  en medio de sus ojos, le rogó a la naturaleza, al universo completo, que cuidara de los muchachos por todas partes que fueran



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