Se despertaron a las dos horas cuando ya empezaba a oscurecer, y como
no vieron al hombre, se asomaron a la puerta de la choza viéndolo meditar profundo
en su sillón grasoso.
Ahí pasó tres horas con los ojos cerrados y las facciones serenas. Movía
los labios suave, porque hablaba en secreto con los habitantes del cielo que
veía a su lado con brillantes espadas de luz en las manos.
Entonces supieron que debían dejarlo en paz.
Se retiraron callados entre la penumbra, hasta que el hombre salió despacio
y como poseído por una fuerza extraña, a la puerta a las diez de la noche “No
se queden afuera porque es peligroso, puede llegar una culebra o un alacrán y
los pica”.
Entraron.
El sabio buscó en un rincón una vieja y gruesa lona, y ubicándose al
lado del catre en el que dormía, la
tendió en el piso diciéndoles “No puedo ofrecerles mas para que estén
tranquilos ésta noche, pero lo importante es que se sientan seguros y puedan
descansar”.
Ellos se recostaron sin hablar, mientras una débil llama del fogón los
alumbraba.
El hombre les decía desde donde estaba “En poco tiempo encontrarán un
tesoro en un país lejano. Tendrán un buen viaje de magia y encanto”. “Encontraremos
un tesoro?” “Si, he visto eso mientras meditaba, no hay equivocación. Iban volando
en las espaldas de un cóndor gigante, buscando un sitio al que tendrán que
llegar”. “Un cóndor?. No puede ser. No existen cóndores gigantes”. “ En la vida
todo es posible” les respondió el hombre solitario. “Además no deben afanarse
por las cosas que les pasarán. La naturaleza hace las cosas con lentitud e inteligencia
y si eso que les digo, tiene que pasar, de todos modos así será. Solo
mantengan alegre el corazón para que no
les sucedan cosas malas. Recuéstense y duerman que mañana seguirán su viaje, el
globo los espera”.
La noche ya estaba llena de música de chicharras, de gritos de monos
insomnes, de cantos de pájaros noctámbulos y de esa algarabía misteriosa y
profunda de las tierras que todavía son vírgenes. El agua corriendo entre las
piedras, decía secretos de raíces y moluscos mientras corría en un paseo que
terminaría en el mar.
Los visitantes soñaron con el mar y con los caballitos galopando en las
olas. Iban relinchando encima de las crestas, para bajar a los corales y pasear
tranquilos mientras después de horas, el sol entraba hasta el fondo, despertándolos
de sus juegos y charlas secretas.
Fresno y Coyaima soñaron también con millones
de cangrejos dorados paseando por la playa como multitud de hojas secas caídas de
los árboles y empujadas por el viento encima de la arena. Los cogían mirándoles
las tenazas donde les metían palitos y ramas para ver que hacían, dejándolos
finalmente en la arena mojada. Caminaban de medio lado o para atrás, abriendo
mucho sus ojos, desconfiados e impotentes.
El día llegó ruidoso.
Las tierras Chocoanas eran una fiesta de luces, gritos y sonidos
desconocidos. Se deleitaba la vida allí estallando en centenares de colores y
formas. Eso invitaba a que los jovencitos corrieran gritando, cantando y
encaramándose a los árboles mientras el sabio les preparaba el desayuno con
frutos del árbol del pan y arroz con camarones.
Estuvieron vagando entre los árboles y el agua mucho rato.
Miraron los grandes cucarrones dorados de cachos blancos y antenas
receptoras de rayos, con ojos en las puntas. Vieron los pájaros de dieciséis alas, y mil
colores que les iban cambiando en el plumaje semejante a un arco iris en
movimiento. Conocieron los gusanos peludos de dos metros de altura, de cinco
mil cuatrocientas patas y veinticinco metros de largo con bocas muy grandes parecidas
a labios de mujer. Los ojos causaban pavor y sacaban corriendo a cualquiera
porque echaban chispas capaces de derretir a cualquier mortal. Se entretuvieron
mucho con una tortuga voladora alrededor de ellos, mientras cantaba canciones
negras y silbaba de un modo tan inexplicable, que la selva callaba para
escucharla.
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