domingo, 30 de julio de 2017

CUIDADO SANSON, LO QUIEREN MATAR 7



Manoa se detuvo, miró a su hijo que se agachaba para observar como centenares de pequeñas piedras saltaban impulsadas por el intenso calor; se quebraban en miles de partículas que volaban a los lados para mantenerse después entre la eterna arena. Eso pasaba todos los días pero había que observar con cuidado para descubrir el fenómeno que al joven le llamaba tanto la atención.
Hacía dos años, estando con su amigo Joaquín mas arriba de su casa cerca de las rocas rojas, vieron cómo una enorme peña se partía de repente en miles de pedazos que caían como carbones incandescentes a los lados; las llamas azules y moradas que lanzaban, duraban varios días inflamadas por el viento hasta cuando la roca se disolvía en millones de millones de átomos que eran arrastrados por el viento y llevados a lugares remotos. “Eran los viajes de la arena” decían los dos amigos.
Sansón aseguraba que esa explosión de las peñas rojas era un misterio y que un día cualquiera encontraría la explicación a los extraños fenómenos. “Veis padre? por eso hay tanta arena, es el sol el que la multiplica”. “Si hijo el sol, el fuego lo transforma todo. Todo lo cambia”.
Sansón miró a su padre que se había agachado para coger un puñado de arena, le gustó la respuesta y sonrió. Luego, sin decir nada mas, continuaron su camino entre las caprichosas dunas mientras la quietud amodorrante encima de la vasta extensión los envolvía  abochornándolos con furor.
Después de caminar ochocientos metros, el joven destapó una bolsa de cuero de cabra ofreciendo agua a su padre que bebió con ganas. Devolvió la bolsa a su hijo que también bebió sediento. Al terminar la tapó asegurándola bien y colgándola del hombro. El viento se hizo fuerte, casi los arrastraba pero ellos estaban acostumbrados a esos fenómenos diarios que eran parte de su vida y que habían aprendido a esquivar un poco.
En media hora de viaje vieron a lo lejos y entre gran cantidad de palmeras y viñas, la casa de Joaquín que estaba asentada en la ladera de una colina pequeña y verde que el hombre cuidaba para que le diera frescura. Se acercaron contentos acelerando el paso. “Joaquín, Joaquín”. Llamó Sansón con fuerza, pero nadie respondió. “Joaquín”, gritó Manoa mas fuerte mientras el desierto iba terminando para dar inicio a una zona verde y fresca.
En dos minutos vieron a un hombre de treinta y cuatro años corriendo y saltando encima de las rocas y entre las altas yerbas mas allá de la casa. Venía sonriente porque había conocido las voces de Manoa y de Sansón. Continuamente ellos venían a ayudarle a cuidar las viñas y los rediles que algunas veces se iban lejos de sus propiedades y que lo ponían ansioso al tener que ir a buscarlas quien sabe donde. “Es una lucha”, decía el, muy seguido. “Hola Manoa, hola Sansón”, gritó. “Que milagro de verlos”.





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