Miró cuando
Sansón salía del corredor hacia la cocina, luego hasta un prado donde le
gustaba echarse a descansar y dio gracias a la naturaleza por tenerlo.
Manoa se
tendió encima de una estera al otro lado del corredor acomodando algunos
cojines para recostar la cabeza. Cerró los ojos poniendo las manos
entrecruzadas en el estómago y sin mas, llamó al dios del sueño que llegó sin
demora a hacerle compañía.
Mara con
la mirada baja, observó el corredor que estaba rodeado por una chambrana de
palos torcidos pero pulidos y pintados con cal, se recostó en una hamaca que
Manoa había fabricado con una piel de camello hacía dos años y se balanceó suave mientras el aire caliente penetraba todo.
Pasó
una hora.
Sansón
estaba inquieto porque quería ir ya donde su amigo Joaquín para pedirle
prestado el camello, pero tenía que esperar a que su padre despertara. De
pronto escuchó su voz. “Sansón, Sansón vámonos que se nos hace tarde”.
Sin
esperar se levantó muy ágil del pasto en el que estaba tendido y corriendo como
un chiquillo dijo. “Nos vamos ya?”. “Si”.
Manoa se
levantó zurumbático. Sacudió la cabeza para aclararse el pensamiento y las
otras facultades. Miró su cara fuerte y
dura en un espejo redondo que colgaba de la pared, acarició su negra barba
arreglándola porque estaba enredada, y agarrando un bastón de roble que tenía
al lado de la estera,salió de la casa despidiéndose de Mara:
“Hasta
luego mujer, nos vamos ya donde Joaquín”. “Hasta luego, que les vaya bien”. “Hasta
luego madre”. “Hasta luego hijo”.
Mara
se recostó de nuevo en la hamaca meciéndose lenta mientras padre e hijo se alejaban
caminando acelerados encima de la aburrida arena y entre las piedras de color
café-rojizo que parecían saltar por el calor. Eran mas o menos mil quinientos
metros hasta la casa de Joaquín, el amigo y vecino mas cercano.
El
calor se hacía abrumador a esa hora. Los rayos del sol caían soberbios
traspasando todo, resecando todo, iluminando todo con su enorme potencia.
Sansón
sabía que muchos animales estaban escondidos debajo de las piedras protegiéndose
y ayudando al desierto a mantener sus secretos que poca gente conocía. De
pronto paró su marcha y le dijo a Manoa. “Esperad un momento padre”.
Manoa
se detuvo, miró a su hijo que se agachaba para observar como centenares de
pequeñas piedras saltaban impulsadas por el intenso calor; se quebraban en miles
de partículas que volaban a los lados para mantenerse después entre la eterna
arena. Eso pasaba todos los días pero había que observar con cuidado para
descubrir el fenómeno que al joven le llamaba tanto la atención.
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