; al
llegar al lado de un cerco de palos secos que guardaban el cultivo arrancó una
uva pequeña y echándosela a la boca la
sintió ácida. “Le falta tiempo” se dijo.
Entonces escuchó a su mujer que lo llamaba. “Manoa, Manoa venga a almorzar”.
No
contestó porque no quería hablar. Inclinó la cabeza que protegía con su
turbante blanquecino y cogiendo una vara del cerco caminó obediente y lento entre
algunas malezas y sobre las piedras que estaban muy calientes a esa hora. Entró
a la casa suavemente y cuando pasó cerca a su mujer le acarició un brazo siguiendo
hasta el corredor donde Sansón estaba sentado con un plato de madera en las
manos. Comía una sopa de vegetales recién arrancados de la huerta y también
carne de cabra traída del otro lado de los riscos donde Manoa tenía un redil.
Se sentó al lado de su hijo que todavía estaba en estado de embeleso.
Mara salió
de la cocina alargando sus manos y ofreciendo el plato de sopa al marido que se
afanó a recibirle mientras ella le decía . “Pruébalo, está muy bueno. Los
vegetales son recomendados para la salud y el vigor, además la carne está
madura y de buen sabor”. “Gracias Mara, respondió el, mirándola con ternura,
empezando a sorber suave imitando la música que Sansón hacía con sus labios y
la deliciosa crema. Tenía hambre lo mismo que el joven. En un instante
desocuparon los platos y repitieron otro con satisfacción. Mara se acomodó por
fin entre los dos con su plato tibio y lleno. Se sentía dichosa con su marido y
su hijo que para ella eran joyas de granvalor.
No
hablaban.
Un
viento viejo y repentino que venía de la dirección del mar hizo mover las ramas
de los árboles que fabricaron un eco musical fuerte y rítmico bajo la tibieza
de la tarde.
Los
lagartos subían a las piedras, se detenían levantando las manos sacudiéndolas
como si se les hubiera pegado algo que las estorbara. Bajaban luego precipitados
y nerviosos entre los resquicios y las oscuras grietas desvaneciéndose
finalmente allá donde la mirada humana no tenía el poder de llegar. “Le diré a
Joaquín que me preste un camello. El desierto es largo y a pie el viaje sería
extenuante, dijo Sansón arrancando del hueso otro pedazo de carne que estaba
porfiadamente pegada. Masticaba acelerado y algo rudo, todavía le quedaba un
buen trozo en el que se aplicaba con ardor porque hasta ahora se le estaba empezando
a quitar el hambre. “Si quieres vamos ahora cuando el sol baje, te acompañaré”
le dijo Manoa. “Bueno padre. Haced vuestra siesta que yo os espero”. “Se
levantó de la banca y volteándose hacia su madre le acarició las mejillas diciéndole
“ Gracias madre, estaba muy rico el almuerzo”.
Ella
sonrió, miró a su hijo y le contestó “No es nada hijo”.
Miró cuando Sansón salía
del corredor hacia la cocina, luego hasta un prado donde le gustaba echarse a
descansar y dio gracias a la naturaleza por tenerlo
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