Manoa
se detuvo, miró a su hijo que se agachaba para observar como centenares de
pequeñas piedras saltaban impulsadas por el intenso calor; se quebraban en miles
de partículas que volaban a los lados para mantenerse después entre la eterna
arena. Eso pasaba todos los días pero había que observar con cuidado para
descubrir el fenómeno que al joven le llamaba tanto la atención.
Hacía
dos años, estando con su amigo Joaquín mas arriba de su casa cerca de las rocas
rojas, vieron cómo una enorme
peña se partía de repente en miles de pedazos que caían como carbones
incandescentes a los lados; las llamas azules y moradas que lanzaban, duraban
varios días inflamadas por el viento hasta cuando la roca se disolvía en
millones de millones de átomos que eran arrastrados por el viento y llevados a
lugares remotos. “Eran los viajes de la arena” decían los dos amigos.
Sansón
aseguraba que esa explosión de las peñas rojas era un misterio y que un día
cualquiera encontraría la explicación a los extraños fenómenos. “Veis padre? por
eso hay tanta arena, es el sol el que la multiplica”. “Si hijo el sol, el fuego
lo transforma todo. Todo lo cambia”.
Sansón miró a su padre que se había agachado para coger un puñado de
arena, le gustó la respuesta y sonrió. Luego, sin decir nada mas, continuaron su
camino entre las caprichosas dunas mientras la quietud amodorrante encima de la
vasta extensión los envolvía abochornándolos con furor.
Después de caminar ochocientos metros, el joven destapó una bolsa de
cuero de cabra ofreciendo agua a su padre que bebió con ganas. Devolvió la
bolsa a su hijo que también bebió sediento. Al terminar la tapó asegurándola
bien y colgándola del hombro. El viento se hizo fuerte, casi los arrastraba
pero ellos estaban acostumbrados a esos fenómenos diarios que eran parte de su
vida y que habían aprendido a esquivar un poco.
En media hora de viaje vieron a lo lejos y entre gran cantidad de palmeras
y viñas, la casa de Joaquín que estaba asentada en la ladera de una colina
pequeña y verde que el hombre cuidaba para que le diera frescura. Se acercaron contentos
acelerando el paso. “Joaquín, Joaquín”. Llamó Sansón con fuerza, pero nadie respondió.
“Joaquín”, gritó Manoa mas fuerte mientras el desierto iba terminando para dar
inicio a una zona verde y fresca.
En dos minutos vieron a un hombre de treinta
y cuatro años corriendo y saltando encima de las rocas y entre las altas yerbas
mas allá de la casa. Venía sonriente porque había conocido las voces de Manoa y
de Sansón. Continuamente ellos venían a ayudarle a cuidar las viñas y los
rediles que algunas veces se iban lejos de sus propiedades y que lo ponían
ansioso al tener que ir a buscarlas quien sabe donde. “Es una lucha”, decía el,
muy seguido. “Hola Manoa, hola Sansón”, gritó. “Que milagro de verlos”.
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