En dos minutos vieron a un hombre de treinta
y cuatro años corriendo y saltando encima de las rocas y entre las altas yerbas
mas allá de la casa. Venía sonriente porque había conocido las voces de Manoa y
de Sansón. Continuamente ellos venían a ayudarle a cuidar las viñas y los
rediles que algunas veces se iban lejos de sus propiedades y que lo ponían
ansioso al tener que ir a buscarlas quien sabe donde. “Es una lucha”, decía el,
muy seguido. “Hola Manoa, hola Sansón”, gritó. “Que milagro de verlos”.
Terminó de bajar corriendo, saltando veloz
encima de troncos, piedras, hojas y por encima de todo lo que había en el
camino. Era delgado, ágil y fuerte, tenía la piel morena y resistente, los ojos
inquietos y amables. Llevaba una túnica gris muy sucia, era algo gruesa y
estaba rota en la cintura al lado derecho del ombligo, además de un turbante
del mismo color que le cubría la cabeza hasta las cejas que eran muy pobladas.
La zuela de la sandalia izquierda estaba despegada
en la punta y a un lado, impidiéndole correr bien. Se enredaba con las raíces y
las ramas en la afanada carrera, sin embargo bajó rápido. La alegría era su estado
diario y por eso todos lo querían en el campo y en Israel a donde iba cada mes
a visitar familiares y amigos que lo invitaban a almorzar, a descansar, a
hablar de su finca, de los cultivos, de los animales y del tiempo.
Atravesó la casa y salió al otro lado donde
estaban sus amigos, todo eso fue en un momento. “Hola que bueno verlos otra
vez. Mi mujer se fue a visitar a su hermana en la ciudad y estoy solo. Estaba
entablillando un cabrito que se quebró una pata en la rendija de una roca y no
puede andar. Pueda que no se enferme”. “Si necesitáis ayuda puedo hacerlo, dijo
Sansón. Sabéis que contáis conmigo”. “No,
ya estuvo, lo dejé entre algunos árboles en un sitio seguro, allá no le pasará
nada, estará tranquilo y fresco. Sigan y me acompañan”.
Entraron.
La casa era blanca, amplia e iluminada, de
muros de piedra muy antigua.
Fresca.
Había mucha luz por los ventanales que eran
amplios y por el color de las paredes que la multiplicaban a los techos, a los
corredores, a las habitaciones y a la cocina. “Era agradable estar ahí, decía
Manoa a sus amigos de Israel”.
Se sentaron en taburetes medianos, fabricados
con madera de cedro y con cuero de camello estirado. Respiraron a todo pulmón aflojando
los músculos y relajando el cuerpo para aclarar la mente y en general sentirse
bien.
Joaquín corrió a la cocina que era grande. Había
una mesa y dos sillas de cedro además de cajones cerrados donde guardaba los
víveres traídos de Israel. Tenía una hornilla amplia y a un lado amontonaba la
leña para que se secara rápido con el calor del fuego.
Les iba a servir refresco de corozos de
palmera guardado en ollas de barro que tenía en un rincón oscuro. Ya se había
fermentado.
No se demoró. Llegó acelerado con dos vasos
de porcelana que alargó a sus amigos. “Tomen, esto les quitará la sed”.
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