Joaquín se acercó a uno de ellos, le
acarició la cabeza y el lomo. Con suavidad, le puso un lazo en el cuello que le
aseguró en el hocico y en la frente diciéndole. “Levántese Dock”.
El animal obedeció. Era grande y silencioso
bajo una fuerza poderosa que se le adivinaba adentro de su piel. Lo bajaron al
patio de la casa haciendo un rodeo por la parte occidental de las rocas que era
el camino que el animal conocía para tomar agua y para comer los alimentos que
Joaquín le guardaba todos los días.
En una horqueta que colgaba en un rincón de
la cocina, el hombre tenía lazos, frenos, aperos y tapetes que ponía en las
espaldas de los camellos para que los viajeros no se tallaran. Alistaron uno de
esos tapetes que les serviría de blandura en el viaje de regreso y lo llevaron
junto al pozo que Joaquín tapaba con tablas y delgados troncos para protegerlo
de los animales y de la intemperie; le
pusieron agua al camello en una vasija grande de hierro, y el animal bebió y
bebió imaginando su nueva caminata en el desierto. “Ahora caminen prueban el
guiso que ya está listo”.
Se devolvieron por el mismo camino entrando al
comedor y a la cocina mientras Joaquín tarareaba una canción que había
aprendido desde niño y que le encantaba como ninguna otra.
El hombre se acercó a la hornilla y
destapando las ollas con un trapo tiznado de ceniza, probó el alimento, usando
una cuchara de madera, diciendo. “Ya está
bueno. Siéntense y déjenme atenderlos como se debe”. “Gracias, amigo”. “La
noche ya está llegando”, dijo el joven. “Habrán muchas estrellas. Urano está en
conjunción con Júpiter y eso hace que este tiempo sea bueno”, dijo Manoa. “También
aparecerá la luna. Estas cinco noches serán iluminadas”. “Si”. Afirmó Sansón. “Por
eso mismo no debemos afanarnos. Habrá luz en la noche”.
Un sonido sedoso pero perturbador se escuchó
afuera a los lados de los muros de la cocina. Padre y amigos se miraron y el
joven salió con pasos largos y afanados dando un rodeo por el corredor para ver
que era.
Caminó unos treinta pasos, mas allá de algunas
columnas de cedro que sostenían un techo de hojas de palma al lado oriental de
la casa, viendo entre las altas piedras a la incandescente cobra, su fiel
amiga, que lo miraba fijo, enrollada sobre su propio cuerpo. Sus ojos eran de
espera, casi de súplica porque necesitaba la compañía del joven que a veces se
olvidaba de ella. “A que has venido? No te he he llamado, dijo Sansón al
misterioso y largo animal.
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