sábado, 26 de agosto de 2017

CUIDADO SANSON, LO QUIEREN MATAR 11



Joaquín se acercó a uno de ellos, le acarició la cabeza y el lomo. Con suavidad, le puso un lazo en el cuello que le aseguró en el hocico y en la frente diciéndole. “Levántese Dock”.
El animal obedeció. Era grande y silencioso bajo una fuerza poderosa que se le adivinaba adentro de su piel. Lo bajaron al patio de la casa haciendo un rodeo por la parte occidental de las rocas que era el camino que el animal conocía para tomar agua y para comer los alimentos que Joaquín le guardaba todos los días.
En una horqueta que colgaba en un rincón de la cocina, el hombre tenía lazos, frenos, aperos y tapetes que ponía en las espaldas de los camellos para que los viajeros no se tallaran. Alistaron uno de esos tapetes que les serviría de blandura en el viaje de regreso y lo llevaron junto al pozo que Joaquín tapaba con tablas y delgados troncos para protegerlo de  los animales y de la intemperie; le pusieron agua al camello en una vasija grande de hierro, y el animal bebió y bebió imaginando su nueva caminata en el desierto. “Ahora caminen prueban el guiso que ya está listo”.
Se devolvieron por el mismo camino entrando al comedor y a la cocina mientras Joaquín tarareaba una canción que había aprendido desde niño y que le encantaba como ninguna otra.
El hombre se acercó a la hornilla y destapando las ollas con un trapo tiznado de ceniza, probó el alimento, usando una cuchara de madera, diciendo.  “Ya está bueno. Siéntense y déjenme atenderlos como se debe”. “Gracias, amigo”. “La noche ya está llegando”, dijo el joven. “Habrán muchas estrellas. Urano está en conjunción con Júpiter y eso hace que este tiempo sea bueno”, dijo Manoa. “También aparecerá la luna. Estas cinco noches serán iluminadas”. “Si”. Afirmó Sansón. “Por eso mismo no debemos afanarnos. Habrá luz en la noche”.
Un sonido sedoso pero perturbador se escuchó afuera a los lados de los muros de la cocina. Padre y amigos se miraron y el joven salió con pasos largos y afanados dando un rodeo por el corredor para ver que era.
Caminó unos treinta pasos, mas allá de algunas columnas de cedro que sostenían un techo de hojas de palma al lado oriental de la casa, viendo entre las altas piedras a la incandescente cobra, su fiel amiga, que lo miraba fijo, enrollada sobre su propio cuerpo. Sus ojos eran de espera, casi de súplica porque necesitaba la compañía del joven que a veces se olvidaba de ella. “A que has venido? No te he he llamado, dijo Sansón al misterioso y largo animal.







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