Llegaron a la casa sin problemas. Mara los
esperaba recostada en la hamaca del corredor, meciéndose muy tranquila y
escuchando los sonidos de la noche mientras pensaba en el viaje que haría su
hijo y que la tenía preocupada. “Como les fue?” Les preguntó levantándose ligero
de la hamaca. “Bien. Joaquín estaba solo pero nos atendió bien”. “Está solo?” “Si,
su mujer se fue a visitar a la hermana en Israel y a el le toca hacer todo lo
de la casa.” “Ah si, ella va de vez en cuando allá. . . Pero ustedes quieren
tomar o comer algo?” “No, yo estoy lleno”, dijo Manoa. “Con Joaquín no tiene
uno problemas de comida”. “Yo si tomo algo madre, tengo sed”, dijo Sansón.
La señora entró a la cocina, que estaba
iluminada con la luz amarilla, humeante y oscilante de una antorcha, lo mismo
que el corredor. Sirvió refresco de corozos de palma en un vaso de barro y se lo
pasó a su hijo que cogiéndolo, bebió rápido dejando escuchar el gorgoteo en su
gaznate. “Me iré temprano mañana”, dijo Sansón. “Aprovecharé la madrugada para
caminar largo rato en la frescura. Son tres días de viaje y tengo que aprovechar
el tiempo”. “Debes tener cuidado hijo. El desierto está lleno de ladrones,
gente peligrosa y serpientes que atacan traicioneras. Nosotros rogaremos por
ti. El llamado que escuchas en tu mente y en tu pecho es bueno, pero de todos
modos tienes que cuidarte, la vida vale mucho”. “Si padre, llevaré mi arco y
las flechas. También llevaré la espada, eso me servirá para defenderme de
cualquier ataque y de cualquier peligro.” “Yo se que eres fuerte pero no debes
confiarte tanto, debes estar siempre alerta”, le dijo su madre. “También tengo
otra arma que es poderosa, es la fuerza de mi pecho que me acompaña y me
protege. Vosotros sabéis que el corazón es una coraza gigantesca y potente que
trabaja para quien cree en el”. “Si, es un escudo que detiene lo malo”,
contestó Mara bajando un poco los ojos.
Aparentaron tranquilidad.
La antorcha que iluminaba zigzagueante la
cocina y las dos habitaciones que habían al frente, crepitó en una corta
explosión porque un cucarrón grande se metió imprudente al fuego que le quemó
las alas haciéndolo caer encima de la hornilla donde se debatió feo para
levantarse y escapar, pero no logró hacerlo. Al día siguiente amaneció tirado
sin vida encima de las piedras de la hornilla, custodiado por muchas hormigas
que ya se le habían devorado las tripas y las alas, y seguían insistentes con
el duro caparazón.
Se estuvieron otro rato en el corredor
mirando las estrellas y las constelaciones sin decir nada.
Escuchaban las chicharras y los lagartos
caminando entre las chamizas y encima de las rocas junto al pozo donde iban a
chupar la humedad de las paredes y las hierbas que allí crecían de modo permanente.
Centenares de candelillas prendían y apagaban sus luces en medio del aire
caliente en la oscura quietud de esa hora, mientras vagaban juguetonas de un
lado a otro entre los árboles, los arbustos y encima de las piedras.
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