Centenares de candelillas prendían y
apagaban sus luces en medio del aire caliente en la oscura quietud de esa hora,
mientras vagaban juguetonas de un lado a otro entre los árboles, los arbustos y
encima de las piedras.
A las diez de la noche la madre dijo: “Acostémonos
ya porque debes madrugar Sansón”. “Si señora, ya es hora de irnos a dormir”.
Se pusieron de pie.
Manoa agarró la antorcha del corredor, que
despedía un humo espeso y envolvente, la metió entre el hueco de un tallo de un
árbol cercano para apagarla, y devolviéndose entró a la cocina para ponerla
encima de la hornilla donde siguió humeando hasta que finalmente se apagó,
negra y abandonada. Dejó la otra antorcha prendida en el ángulo de dos paredes junto
a una abertura del techo para que el humo saliese sin problemas y los dejara
dormir tranquilos entre su luz amarilla, espesa y pálida.
Bajo el resplandor, Manoa y Mara entraron a
la habitación después de lavarse la boca con cepillos que ellos mismos
fabricaban con el pelo de las cabras. Extendieron dos sábanas de lino encima de
las esteras que no eran muy blandas y se recostaron esperando la visita del
dios del sueño que no dejaba de llegar ninguna noche.
También Sansón se recostó en su estera después de quitarse las
sandalias, la túnica y el turbante y quedar en calzoncillos que le llegaban
hasta las rodillas.
Eran de una tela suave parecida a la franela que su madre le había fabricado
en dos tardes mientras se mecia en la hamaca.
En medio de la luz lívida apareció un joven
alto y fuerte de cuerpo armonioso y no muy musculoso. Tenía los brazos largos y
cobrizos cubiertos de vello oscuro, los pectorales eran amplios como fuelles de
un horno en actividad y el plexo solar definido como bronce. Las piernas eran dos
columnas resistentes, muy poderosas también cubiertas de vello.
En el turbante recogía el cabello un poco
largo y muy negro que quedó totalmente suelto para la noche. Su cara era la de
un joven sereno y decidido con la mirada profunda y suave a la vez. La
dentadura la tenía muy blanca y limpia con dos dientes algo remontados a lado y
lado de la mandíbula superior haciéndolo parecer gracioso y de sonrisa
agradable.
Sin mas, se quedó dormido en tres minutos
entre los susurros prudentes de los padres y la bulla de los animales
trasnochadores que habían afuera, en el patio y en el bosque.
La luna alumbró toda la noche, apagada en
instantes por pedazos de nubes verdes que se movían perezosas pasando al frente
de ella para mirarla de cerca y para decirle cosas prohibidas que ella escuchaba
en silencio con los ojos bajos y sonriendo complacida. Se sentía deliciosa mientras
caminaba voluptuosa en el abismal espacio.
Sin duda era una gran coqueta. Todas las
estrellas tenerla aunque fuera solo una noche o cualquier día, para gozarla
como nunca.
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