Ya acomodado en las gibas de dock, volteó a
mirar a los padres diciendo “Pronto
volveré, esten tranquilos. “Hasta luego hijo, que el cielo te proteja”.
El animal comenzó a andar despacio y seguro
entre los arbustos, las malezas y las palmeras que se movían suaves con el aire
de la madrugada hasta que se fue perdiendo en la semipenumbra del nuevo día.
Los padres entraron a la casa.
Manoa abrazó delicado a su mujer porque la
vio desfallecida. Le acarició el cabello varias veces y le besó los labios con
ternura.
Era joven ella, y hermosa.
Alta, esbelta, trigueña y delicada.
Tenía luz de colores en los ojos y cristales
en la voz.
Ocho sacerdotes del templo en la ciudad la
deseaban secretamente. Imaginaban aventuras sexuales con ella, bajo las
palmeras retiradas de la ciudad, en los caminos solos, encima de la arena o en
los rincones mas escondidos del templo. La invitaban de modo especial a los
actos religiosos para tenerla cerca mas tiempo y para tener también el pretexto
de acercarse y sentirle su aroma que los embriagaba con pasión. Mientras predicaban,
la miraban lascivos aparentando profunda dignidad y gran recato. Manoa se había
dado cuenta de eso porque notaba la inquietud de ellos cuando Mara llegaba al
templo, además ella le había dicho una vez mientras volvían a la casa “Me siento perseguida por los sacerdotes, que
no me quitan las miradas. Quieren tenerme, gozarme como sea. No te separes de
mi cuando estemos en el templo. Esos hombres violan los mandamientos divinos cuando me ven.
“Lo sé, ya me he dado cuenta de eso, pero me gusta observar sus instintos sin decir
nada”.
Mara había observado a Manoa con admiración
por su prudencia.
También los hombres del pueblo se quedaban
paralizados mirándola mientras oraba
porque esa actitud de ella era aun mas deseable en sus instintos. Definitivamente
se les olvidaba a qué iban al templo, no recordaban las oraciones ni sus culpas
por las que debían pedir perdón y casi se empujaban para estar cerca de ella…………”No
llores, dulzura mia. Sansón estará bien siempre, las fuerzas de la naturaleza
lo protegen todos los días y todas las noches, como nos protegen a nosotros
también”. Le decía con ternura al oído besándola afectuoso.
Ella recostó la cabeza en el pecho del
hombre y se quedó así un rato, sintiendo como las manos de el la recorrían
inquietas en la cintura, en la espalda, en los brazos, oprimiéndola como a una criatura
indefensa.
El amanecer los cogió así. Las palabras
sobraban en esos momentos pero en cambio la actitud de el, la fortalecían y la
llenaban de confianza.
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