Se sentó un rato a la orilla del río para
ver los peces gigantes de catorce colores y ojos con pestañas violeta que salían
impulsados del agua elevándose cinco metros para caer otra vez en malabarismos sorprendentes
como dando gracias a la naturaleza por tanta generosidad.
Después de hora y media de mirar el río, Manoa
se levantó y siguió caminando impresionado del imperio del diamante y las
perlas, mientras un aguacero formidable se desprendía del cielo, como un
diluvio. El ya se había olvidado de los aguaceros y por eso sintió melancolía porque en su tierra ese milagro
era casi prohibido.
Empapado hasta los huesos pero dichoso, se
encontró mas adelante en un lugar rocoso y siempre verde donde decenas de
hermosas mujeres de diminutos guayucos venían corriendo para ofrecerle ollas de barro repletas de
diamantes, de esmeraldas, topacios y otras piedras deslumbrantes de las que no
tenía conocimiento pero que lo deslumbraban inexplicablemente.
Manoa no sabía que hacer. Solo acertaba a
sonreír y a decir “gracias, gracias”. Semejantes regalos lo hacían sentir como
un emperador del planeta.
Esas mujeres eran las Amazonas. Guerreras y
salvajes que viajaban montadas en jaguares de fuego por las orillas de los
grandes ríos y entre la selva poderosa;
tenían por centenares de esos jaguares a los que dejaban en largas
praderas para que descansasen mientras ellas entraban a las cuevas donde llegaban
a guardar los tesoros de Columbus que encontraban como uno podía encontrar
arena en una playa.
Después de recibirles las ollas llenas de
diamantes y esmeraldas y de acomodarlas en las espaldas de los camellos, Manoa les
dijo “Gracias, gracias” y se despidió mientras arrancaba a caminar otra vez por
el imperio del agua y del diamante.
Vio miles de animales raros y hermosos, saltando,
trepando, reptando, volando entre las rocas húmedas, en las ramas de los gigantescos
árboles, entre lagos oscuros y en medio del aire a veces caliente y a veces
frío y pensó “aquí es donde Dios vive porque
no hace falta nada, nada”.
Ordenó a los camellos sobrevolar la selva para conocerla toda, para
aspirar sus perfumes y contagiarse de la abundancia que lo asombraba como jamás
le había sucedido frente a algo o a alguien.
Los camellos arrancaron a volar desplazándose
encima de los árboles y haciendo vueltas para permitirle a Manoa que observara
todos los detalles.
Era un mar verde y oscilante bajo el viento
que no perdía la oportunidad de estrecharse por los huecos que las ramas y las
hojas le dejaban y llegar hasta abajo tocando la piel de la tierra y del agua
que era voluptuosa como una mujer con la sangre incendiada.
Manoa disfrutaba de los aromas y el paisaje,
sintiéndose privilegiado de estar aquí como ninguno otro de su país había
podido hacerlo.
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