Manoa disfrutaba de los aromas y el paisaje,
sintiéndose privilegiado de estar aquí como ninguno otro de su país había
podido hacerlo.
Vio de pronto en un claro de la selva un pueblo
de hombres aguerridos en actitud de adoración porque tenían el rostro hacia el
cielo, los ojos casi en blanco y sus voces clamaban la presencia de las
deidades entre ellos. Entraban a una maloca para venerar a los dioses y para
fecundar a las mujeres que eran morenas y deseables, dispuestas a ser cómplices
con la tierra y con los hombres. Entonces Manoa pensó “No puedo perder la
oportunidad de hacerme amigo de ellos”.
Le dijo a los camellos “Desciendan con cuidado para no asustar a los habitantes”.
Obedientes, cayeron con gran suavidad a un lado de la maloca como hojas
desprendidas de un árbol, en el borde del pueblo que tenía construidas chozas
redondas con ventanas tímidas, pequeñísimas, por donde difícilmente se
estrechaba la luz para llegar adentro.
La gente lo rodeó en un instante, porque al
verlo llegar de lo alto pensaron: “Un dios ha bajado del cielo a visitarnos montado
en un raro animal y acompañado de otros tres animales celestiales”.
Entonces afanados, entraron a la choza del
cacique y demorándose un poco allá, salieron con cofres de oro y cofres de
plata repletos de mas diamantes que le ofrecían a Manoa en medio de un gran
entusiasmo y una fiesta inolvidable. “Gracias, gracias”, repetía Manoa entre
sonrisas, muy nervioso.
Le regalaron también decenas de curiosos
animales que el aceptó de buena gana y pájaros de mil colores que se instalaron
inmediatamente encima de los camellos.
Después de acomodar los otros regalos en los
rumiantes, se despidió “Adiós, adiós” montando en su camello que voló imponente
encima de la selva atravesándola por completo mientras la gente del pueblo lo
miraba incrédula. “Adiós, adiós dios de la selva” y movían las manos felices
porque un dios los había visitado.
No se detuvo en la travesía sino que siguió
navegando hasta las elevadas y brillantes montañas blancas del centro de
Columbus en las que sintió un frío desconocido y penetrante que le avivó la
sangre presionándole el corazón y haciéndolo sentir mas vivo. “Jamás imaginé
que en el mundo existieran montañas tan bellas, tan mágicas y tan frías en las
que desaparece la tierra y se congelan las nubes”, pensó Manoa.
Vio el hielo y la nieve, y se sintió
importante porque ningún otro hombre de su país conocía éstas cosas.
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