“Jamás imaginé que en el mundo existieran
montañas tan bellas, tan mágicas y tan frías en las que desaparece la tierra y
se congelan las nubes”, pensó Manoa.
Vio el hielo y la nieve, y se sintió
importante porque ningún otro hombre de su país conocía éstas cosas.
Tantas y tan agradables impresiones lo
despertaron repentinamente del sueño que había sido real y sintió tristeza
porque se encontró de nuevo en el desierto, entre Israel y el país filisteo.
“Yo pensé que ese sueño era verdad. Que pesar” y siguió caminando como un vagabundo
agarrado del abatimiento.
Sufrió una terrible conmoción en su mente y
en su corazón y tuvieron que pasar varios días para volverse a sentir bien.
En sus charlas con los conocidos y con los
amigos les aseguraba “He visitado la
región mas hermosa de la tierra donde hay riquezas como arena del desierto y donde
todo florece sin parar. Allá es el país donde nacen los dioses y las hadas
porque no falta nada” Eso les decía.
Les afirmaba también “En poco tiempo volveré
allá. Debo conocer a Columbus de amerindia de extremo a extremo y dejaré
escrito a las generaciones venideras el código secreto que revelará la
existencia de esa región. Daré gracias al cielo por la familia que tengo y por la
oportunidad que se me ha dado de conocer el edén donde los dioses y las hadas
nacen por docenas y donde viven sin hacer ruido, porque les gusta la sencillez
en medio de la prodigalidad y la riqueza”. Todo eso afirmaba en sus charlas y
los amigos no le creían. Pensaban “Está fantaseando, quizás está perdiendo el
juicio”.
A su vez, la bella Mara soñó también en
aquella noche.
Vio una columna brillante, una torre muy
alta entre plateada y amarillo-oro, que se elevaba en medio de visos iris cambiantes
hasta el cielo.
Era como una columna de fuego puro.
Tenía treinta y tres divisiones a modo de
escalas y ella subía peldaño a peldaño, feliz porque sabía que al terminar
los escalones encontraría una región magnífica que algunos hombres han
perseguido desde el principio del tiempo.
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