Tenía treinta y tres divisiones a modo de
escalas y ella subía peldaño a peldaño, feliz porque sabía que al terminar los
escalones encontraría una región magnífica que algunos hombres han perseguido
desde el principio del tiempo.
El camino por donde iba, tenía desviaciones a
muchas partes, ramificaciones a modo de calles que llevaban a lugares de fantasía, de
modo que sin pensar, se fue por uno de esos senderos, llegando a un monte mediano
sembrado de palmeras, árboles frutales y largos prados donde inesperadamente encontró
al joven transparente y luminoso que años atrás se le había aparecido agitando
las alas estando ella en el pozo de su casa en Israel y que le había anunciado
el nacimiento de su hijo Sansón.
Se reconocieron al verse y se alegraron
mucho.
“Usted por aquí?” le dijo el, y sin mas, la acompañó
varios minutos a lo largo del camino, iluminado por multitud de lámparas puestas
en postes de madera a lado y lado de la vía hasta que llegaron a un castillo en
llamas, en el pico de la montaña.
Pero en realidad no eran llamas quemantes
las que lo rodeaban. Era que se veía encendido por intensas luces que traspasaban
sus paredes de cristal, iluminando los alrededores con luz viva.
Ese castillo era de paredes de diamante y pisos
de marfil. Ahí había llegado el joven desde hacía mucho tiempo y ahí se le había
olvidado su pasado. Ahora hacía parte de la familia de los hombres a los que
les habían nacido alas y a los que rodeaba mucha luz.
Mara pensó “Me olvidaré de la tierra que tiene
tantas cosas desagradables y que tanto me ha hecho sufrir y me vendré a vivir acá”.
Quería quedarse en el castillo de su amigo sintiendo
la felicidad que la tomaba por completo y para siempre. Estando así de feliz,
se despertó de repente, sintiendo un frío que le recorría la espalda y que la
regresaba a su realidad.
El joven Sansón también tuvo buenos sueños,
pero no se acordó de ellos por el cansancio tan violento que tenía.
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