Aunque la caminata era la misma rutina a la
que estaba acostumbrado, aunque fuera la misma arena porfiada y dormida, el
calor igual de abochornante, la gran luz cayendo a racimos, y las culebras como
guardianes de un extenso territorio, todo, esta vez fue distinto, porque las
ganas de volver a Filistea, le ponían dicha a todo.
Se demoró una hora en llegar donde su amigo,
pero no lo encontró. Gritó y gritó muy duro “Joaquín donde estás? Joaquín soy yo,
Sansón”. Repitió y repitió pero no le respondieron.
Fue al otro lado de la casa hasta el cerco
de palos y piedras que guardaban las cabras pequeñas y otra vez gritó “Joaquín
he venido a pedirle un favor.”
Pero todo seguía en silencio.
Corrió al otro lado del oasis y a la viña,
pero tampoco lo encontró. Entonces se acercó a la puerta de la casa después de
caminar por el corredor de piedra bordeado por columnas de mármol y chambranas
de roble pintadas de azul. “Claro, no está”. Amarró una piedra de un delgado hilo
que aseguró de una viga baja porque así le decía que había estado allí.
Luego caminó entre las palmeras llamando a
todo grito. “Lor, venga que hoy se va conmigo”.
Entonces escuchó al camello trotando
suavemente hacia el, potente y seguro. Al llegar junto al muchacho se inclinó en
sus patas delanteras y el joven subió a su lomo con un salto ágil. Se dejó
llevar por los cadenciosos y fuertes pasos porque confiaba en el animal que
conocía el camino hasta su casa.
Eran cerca de las once de la mañana cuando volvió
a su hogar.
De un salto se bajó de Lor. Lo llevó al pozo
y le dio agua, además le arrimó allí, cáscaras de plátano y otros tubérculos viejos
que encontró a un lado de la cocina y lo dejó para que siguiera encontrando
hierbas. Luego corrió algo desorientado. Buscó a sus padres en la viña que dentro
de poco tendría las ramas llenas de grandes y jugosas uvas negras que muchos
saborearían con placer. Los vió desde lejos asegurando mas tutores al cultivo. Algunos
se habían caído porque estaban mal enterrados. Hombre y mujer ponían las ramas
encima de los nuevos tutores, asegurándolas y entrelazándolas muy diestros. Las
podaban también, para que no crecieran largas y vanas. Se admiraban de que una
plantación como aquella, fuera capaz de resistir los intensos calores de esa
región tan seca. “Hola padres, traje el camello pero no estaba Joaquín. Le dejé
una piedra colgada frente a la puerta para que sepa que estuve allá”. “Quizás se
fue a Israel. Sabes que viaja seguido a visitar a sus tías y sus primos que le
hacen tanta falta, no debes extrañarte de eso”, le dijo Manoa.
“Y a
que horas nos vamos a Timnat?” Preguntó la madre. “Hay que madrugar para que
nos rinda el viaje”, dijo Manoa.
El joven arrancó ramas secas de las matas poniéndolas en las raíces para
que se pudrieran y sirvieran de abono. Mientras tanto el tiempo pasaba poderoso
y en silencio, como un monstruo callado.
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