El joven arrancó ramas secas de las matas poniéndolas en las raíces para
que se pudrieran y sirvieran de abono. Mientras tanto el tiempo pasaba poderoso
y en silencio, como un monstruo callado.
Hora y media mas tarde, después de terminar el trabajo que estaban
haciendo en la viña, se fueron para la casa, se sentaron en el corredor, en la
banca de madera, mientras Mara, incansable, les servía un guiso de legumbres,
arroz y carne que había dejado preparado, para poder ayudar a Manoa en el
cultivo y en el redil, luego les dio refresco de corozos en grandes tasas de
barro rojo que ellos le recibieron apresurados. Trajo su almuerzo y sentándose en
medio de su esposo y de su hijo, comió con encantadora delicadeza, pensando en
el viaje que iba a hacer a Filistea. “Nos demoraremos en el país filisteo?”
Preguntó a su hijo. “Yo creo que no. Solo será tomar a la joven. Nos daréis
vuestra bendición y listo. Luego podréis regresar”, contesto Sansón. “Sin
embargo tenemos que ir preparados por si tenemos que estarnos algunos días”. Si,
es mejor ser previsivos”, argumento Sansón. “Uno no sabe que cosas puedan
presentarse”.
Después del almuerzo hicieron pereza largo rato. Sin hablar, se
quedaron sentados por ahí observando las cosas cercanas y el paisaje reseco. Pensaban
en las sorpresas y posibles confusiones que les ponía la vida al lado de su
hijo.
El sol era potente y fiero a esas horas en que todo estaba aletargado y
quieto.
Los animales se guarecían en lo mas profundo de sus nidos quedándose en
silencio mucho rato, lo mismo que los pájaros y las cabras que estaban
doblegadas por la insoportable temperatura de ese momento.
No hicieron nada el resto del día.
La preocupación del viaje no les permitió concentrarse en sus ocupaciones
diarias que eran muchas. Se preparaban mentalmente para ir al país desconocido.
De todos modos era un riesgo entrar allá, por ser una región enemiga. Claro.
Eso debía producirles desazón y malestar que de alguna manera procuraban
disimular.
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