La preocupación del viaje no les permitió concentrarse en sus
ocupaciones diarias que eran muchas. Se preparaban mentalmente para ir al país
desconocido. De todos modos era un riesgo entrar allá, por ser una región
enemiga. Claro. Eso debía producirles desazón y malestar que de alguna manera
procuraban disimular. “Dicen que no se puede confiar en los filisteos por su
extremada peligrosidad”, murmuró la señora, mientras barría con una escoba de
ramas de verbena las habitaciones, la cocina y el corredor. Sacudía también las
telarañas que invadían las paredes y para terminar, lavaba el tizne de las
vasijas que manchaban todo. “No, no se puede confiar en ellos”, le respondió
Sansón arreglando un grueso tapete árabe que pondría en la joroba del camello
sobre el que irían sus padres para que no se maltrataran. “Debemos ser
cuidadosos en todo lo que hagamos allá”, dijo Manoa cepillando una túnica suya
y otra de su mujer para librarlas del polvo y la polilla que todo lo
destrozaban. Las llevarían en el viaje porque habían estado guardadas desde
hacía tiempos para ocasiones como esta. “Entrar a ese país solicitando una
muchacha para un varón israelita es una provocación, pensarán que es casi un
secuestro, una violación a sus leyes, pero que sea lo que ha de ser. Sabemos
que las cosas definitivas son establecidas por la gran inteligencia, de modo
que lo que debemos hacer es estar vigilantes y seguros”.
“Yo sé que esto es un propósito de la naturaleza con nosotros”, comento
Mara, mientras recogía las basuras en una orilla del corredor y las tiraba en
las raíces de una palmera cercana para que se pudrieran y sirvieran de alimento
a la mata.
No hablaron mas, era mejor no intranquilizarse.
Ya por la noche tomaron caldo de cebollas coloreado con azafrán; le
añadieron pan moreno y un pedazo de carne blanda, mientras las estrellas aparecían
cohibidas en el hondo y caliente cielo de color azul grisáceo.
Sorbían suave el caldo, pensando y mirándose a veces.
La noche empezó apacible, muy tranquila, y siguió lo mismo hasta el
amanecer.
Luego de que Sansón leyera en voz alta y a la luz amarilla de la
antorcha, tres páginas del Corán, y de comentar sus versículos, sintieron que
debían irse a descansar para madrugar sin afanes.
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