El día se llenaba de luz blanca.
Manoa cubrió a su mujer con una cobija que la protegía del viento, de
la arena y de los rayos del sol furiosos en las horas. Caminaron largo trayecto,
silencioso y rutinario mecidos por el vaivén de los animales que como olas se
desplazaban hasta allá, para regresar otra vez en ritmo cadencioso, armónico.
En el largo rato de caminata, todo fue lo mismo encima de la extensa
arena y las dunas amarillas, hasta que a las cuatro de la tarde llegaron a las
peñas de la mitad del camino, que se alzaban magníficas, imponentes.
Se arrimaron a los pies de la milenaria roca, desmontándose para
estirar los músculos que sentían adoloridos y también para respirar libres
porque no era lo mismo que hacerlo encima de un camello. Se estuvieron quietos
y ociosos bajo las sombras largas de algunas puntas minerales que los protegían,
dándoles tranquilidad. Después de cuarenta minutos, caminaron por ahí, mientras
tomaban agua y murmuraban cosas. “Comamos algo que ya es hora”, dijo Manoa.
Sansón abrió un morral que Mara había tejido con lana de oveja. Sacó la
comida envuelta en hojas de plátano, ofreciéndolas a sus papás que comieron
despacio mientras estaban sentados en la suave maleza. Eran pasteles, plátano,
carne, arroz, arepas hechas por Mara el día anterior. “Esto está delicioso” dijo
Manoa mordiendo un pedazo de plátano y alargando la mano para coger una arepa.
Después de comer, a la señora le dio sueño. Estaba cansada.
Se recostó en las hierbas poniendo
la cabeza en una cobija doblada. Durmió largo rato, cuidada por el padre y por
el hijo. “Deberíamos quedarnos aquí esta noche”, dijo Sansón, suave, para no
despertarla. “Si, creo que es lo mejor. Descansemos nosotros también y ahora inventamos
algo para protegernos del sereno y de la noche”.
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