. Continuaron el viaje largo y rutinario
hasta que el cielo se fue oscureciendo como agüero de tormenta pero definitivamente
no pasó nada. El viento y el desierto no quisieron enfurecerse ese día.
Varias veces se bajaron de los camellos para
relajarse y distensionarse caminando algunos metros. Lo necesitaban mucho,
sobre todo la señora que se maltrataba fácilmente porque no estaba acostumbrada
a los ajetreos del desierto.
Comían pasteles, tomaban agua, hablaban del
calor aplastante del día; de la arena extensa como el mar; de los escasos
viajeros del desierto que vieron solo
una vez a lo lejos, y en esa forma, seguían quitándole espacio a la distancia,
hasta que a las cinco y media de la tarde llegaron por fin a las afueras de la
ciudad que les pareció algo intimidante.
Era una urbe extensa de bajas edificaciones
de piedra blanca, torres abovedadas, ángulos agresivos y luces amarillas que
salían de abajo de las edificaciones, proyectándose débilmente al espacio gris.
Los templos y el palacio de los gobernantes
tenían mas altura que las casas, construidas en una vasta extensión algo verde, lo que
permitía apreciarlos desde lejos.
Las torres de las murallas terminaban en
puntas redondeadas e incitantes. Eran inmensos phalos que la gente adoraba de
rodillas con sus manos y sus besos. Ponían las manos en ellos, abrazándose al
símbolo de piedra en actos de intensa idolatría y hasta de locura, pidiendo el
cumplimiento a sus íntimos deseos. Les pedían que les quitara las enfermedades,
que les diera dinero, que les eliminara a los enemigos y que destrozara a los malos
gobernantes que los esclavizaban.
También en las procesiones en los días de
fiesta y fines de semana, llevaban entre ritos y gritos discordantes, gigantescos
phalos hechos de madera. Los cargaba una muchedumbre delirante y enfebrecida que
acercándose a él, lo veneraban pidiéndole multitud de cosas. Los sacerdotes lo
bendecían rociándole agua y esencias de flores entre un humo agradable pero
profano.
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