domingo, 16 de diciembre de 2018

CUIDADO SANSON LO QUIEREN MATAR 55





También en las procesiones en los días de fiesta y fines de semana, llevaban entre ritos y gritos discordantes, gigantescos phalos hechos de madera. Los cargaba una muchedumbre delirante y enfebrecida que acercándose a él, lo veneraban pidiéndole multitud de cosas. Los sacerdotes lo bendecían rociándole agua y esencias de flores entre un humo agradable pero profano.
Todos querían llevar en sus hombros el emblema del poder y del placer. Adoraban esos  penes en ritos de entrega y éxtasis mientras la procesión seguía lenta hasta un campo abierto donde los sacerdotes ofrecían otros sacrificios a los dioses. Esas ceremonias se cumplían en todo tiempo muy de mañana y al caer la noche hasta bien tarde.
En general, la gente caminaba ocupada en sus afanes y deseos.
El comercio empezaba a cerrarse a esa hora, pero en cambio otros lugares algo inciertos se llenaban con gente que reía mucho y hablaba duro.
En estos días, en un teatro al aire libre, se estaban presentando artistas de Sodoma que caminaron muchos kilómetros para venir a distraer a los Filisteos.
Esa noche interpretarían canciones recién inventadas, lo harían con arpas, cítaras, flautas y panderos, habrían también, trovadores, lectores de versos y muchachas gráciles de voces de cristal; los Caldeos y los habitantes del alto Egipto, en días pasados, habían quedado maravillados frente a tantas muestras de fino arte.

Sansón, después de haber entrado en la ciudad, consiguió una posada sencilla en una calle angosta y empedrada, donde los muchachos corrían, jugando y gritando hasta tarde, alumbrados por las antorchas que las familias colocaban al frente de las casas y que votaban un humo espeso y apestoso.
Los camellos los dejaron con la primera familia que encontraron a la orilla de la ciudad donde días antes Sansón había hablado con la joven que ahora andaba buscando para convertirla en su mujer.
Le había dicho a la familia. “Mañana volveremos para ver los camellos y para que nos digan a que hora encontramos a Dunia”. “Los esperaremos”, les respondieron.
Esa familia era dos hermanas gemelas de sesenta años y un anciano que se pasaba el día sentado en una silla de bambú sin decir ni una palabra, mirando la distancia para adivinar en las nubes la presencia de algún dios que quisiera decirle algo. Era el marido de una de ellas y aunque no estaba enfermo, sentía pereza de caminar. Decía que andar le agotaba las energías que debía guardar, sentado como siempre estaba, para convertirse en un inmortal al que el mundo debía adorar.








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