También en las procesiones en los días de
fiesta y fines de semana, llevaban entre ritos y gritos discordantes, gigantescos
phalos hechos de madera. Los cargaba una muchedumbre delirante y enfebrecida que
acercándose a él, lo veneraban pidiéndole multitud de cosas. Los sacerdotes lo
bendecían rociándole agua y esencias de flores entre un humo agradable pero
profano.
Todos querían llevar en sus hombros el emblema
del poder y del placer. Adoraban esos penes en ritos de entrega y éxtasis mientras
la procesión seguía lenta hasta un campo abierto donde los sacerdotes ofrecían otros
sacrificios a los dioses. Esas ceremonias se cumplían en todo tiempo muy de
mañana y al caer la noche hasta bien tarde.
En general, la gente caminaba ocupada en sus
afanes y deseos.
El comercio empezaba a cerrarse a esa hora, pero
en cambio otros lugares algo inciertos se llenaban con gente que reía mucho y
hablaba duro.
En estos días, en un teatro al aire libre,
se estaban presentando artistas de Sodoma que caminaron muchos kilómetros para venir
a distraer a los Filisteos.
Esa noche interpretarían canciones recién
inventadas, lo harían con arpas, cítaras, flautas y panderos, habrían también, trovadores,
lectores de versos y muchachas gráciles de voces de cristal; los Caldeos y los
habitantes del alto Egipto, en días pasados, habían quedado maravillados frente
a tantas muestras de fino arte.
Sansón, después de haber entrado en la
ciudad, consiguió una posada sencilla en una calle angosta y empedrada, donde
los muchachos corrían, jugando y gritando hasta tarde, alumbrados por las
antorchas que las familias colocaban al frente de las casas y que votaban un
humo espeso y apestoso.
Los camellos los dejaron con la primera
familia que encontraron a la orilla de la ciudad donde días antes Sansón había
hablado con la joven que ahora andaba buscando para convertirla en su mujer.
Le había dicho a la familia. “Mañana
volveremos para ver los camellos y para que nos digan a que hora encontramos a
Dunia”. “Los esperaremos”, les respondieron.
Esa familia era dos hermanas gemelas de
sesenta años y un anciano que se pasaba el día sentado en una silla de bambú sin
decir ni una palabra, mirando la distancia para adivinar en las nubes la
presencia de algún dios que quisiera decirle algo. Era el marido de una de ellas
y aunque no estaba enfermo, sentía pereza de caminar. Decía que andar le
agotaba las energías que debía guardar, sentado como siempre estaba, para
convertirse en un inmortal al que el mundo debía adorar.
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