(Muchacha Filistea mirando a Sansón por la ventana)
Los camellos los dejaron con la primera
familia que encontraron a la orilla de la ciudad donde días antes Sansón había
hablado con la joven que ahora andaba buscando para convertirla en su mujer.
Le había dicho a la familia. “Mañana
volveremos para ver los camellos y para que nos digan a que hora encontramos a
Dunia”. “Los esperaremos”, les respondieron.
Esa familia era dos hermanas gemelas de
sesenta años y un anciano que se pasaba el día sentado en una silla de bambú sin
decir una palabra, mirando la distancia para adivinar en las nubes la presencia
de algún dios que quisiera decirle algo. Era el marido de una de ellas y aunque
no estaba enfermo, sentía pereza de caminar. Decía que andar le agotaba las
energías que debía guardar, sentado como siempre estaba, para convertirse en un
inmortal al que el mundo debía adorar.
caminaron un rato por las calles semiiluminadas por las antorchas y los
faroles que alumbraban poco, dejándole espacio a las sombras movedizas
Las familias salían a las puertas de las casas a conversar y a mirar lo
que pasaba. Manoteaban, escupían, maldecían y reían estruendosos. Otros, muy
pocos, hablaban en voz baja y con prudencia, a ellos se le podía contar con los
dedos de las manos y sobraban dedos.
En general era una ciudad de gente rebelde, descreída, sin prudencia ni
fe.
En aquella hora, sodomitas y pederastas paseaban sonrientes y
melindrosos por las calles en penumbra, con los labios muy rojos y los ojos pintados
con líneas oscuras que les daban un aspecto lujurioso y maléfico. Iban casi
desnudos moviendo los muslos y las nalgas de modo alarmante. Invitaban a un posible
encuentro, “muy ardiente”, decían, en los rincones de las casas, en los
recovecos del camino o en las esquinas oscuras. Hablaban impúdicamente a los
hombres con los que se encontraban en el camino “Te espero mi amor. . .Estoy
lista para ti, y para todos los que quieran”, y tocaban a los transeúntes, siguiendo
el camino, contorsionándose y mirando atrás por si alguno los llamaba.
Manoa observaba a la gente y lo que hacían, pero no decía nada. La
madre también miraba todo, callando;
pensaba que la región donde vivía en Israel, tan distinta a esta, le
daba paz y silencio, esa tierra le ofrecía fortaleza y seguridad todos los días
y por eso la amaba.
Caminaron dos horas por muchas calles, hasta que Sansón llevó a sus
padres al albergue para que descansaran ahora si, mucho rato
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