“Ya están agotados”, pensó Sansón, caminando por fuera de la guarnición
junto a un bajo muro que le permitía ver todo sin problemas. Llegó frente a una
sala en penumbras donde vió a un panzudo general divirtiéndose con dos mujeres danzarinas.
Le ofrecían en copas de cristal, vino antiguo que él tomaba mientras las miraba
danzar livianas al ritmo de una música imaginaria. Después de la danza, las dos
jóvenes se tumbaron en el suelo mientras las nubes pasaban con calma, muy
arriba en la noche y los gemidos de gozo se extendían en las paredes de la
sala.
“Son las doce y media” dijo Sansón, y regresó al albergue silencioso y
en penumbras. Encontró a sus padres despiertos. “Donde has estado hijo?” Le
preguntó la madre. “Recorrí casi toda la ciudad”. “Recuéstate y descansa”. “Si”.
“Que duermas hijo”, dijo Manoa. “Gracias padre. Descansa también”.
Ahora si, el sueño les llegó a los tres. Quedaron
abandonados encima de las esteras, recuperando las fuerzas y el valor tan
necesarios. No soñaron nada o por lo menos no recordaron haber soñado. Tan
profundo fue el sueño de esa noche.
A las siete de la mañana el sol ya estaba
alto y amarillo. Era una bola brillante y espléndida, puro oro, derramándose en
millones de rayos, encima de la tierra. En la distancia, masas de nubes rojas algo
quietas, le ponían una silueta fantástica a la ciudad que se calentaba
acelerada desde temprano.
Decenas de camellos despaciosos, iban
cargados por las calles, con equipajes, bultos de ropa, chucherías, tapetes,
artesanías, collares, anillos, diademas, loza para el comercio que empezaba el
día entre un alboroto caliente, entre gritos, órdenes y zalamerías de toda
clase en la agitada barahúnda del dinero. Los gallos habían dejado de cantar hacía
rato pero en cambio las cabras balaban por las calles, buscando las afueras y
los riscos donde brincaban, encontrando basuras, malezas, palos, cortezas y pasto
que las alimentaban bien.
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