miércoles, 16 de febrero de 2011

EL PAIS DE LA NIEVE 155 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao)


"Gracias, la esperaremos" dijo Millaray cogiéndole una mano que la mujer extendió a la vez.
Tibaima y el brujo entendieron que ya todo estaba listo y que habían cumplido la promesa de traer a los jovencitos hasta donde la mujer estaba. Por eso le dijeron al grupo "Nosotros tenemos que regresar al pueblo pero nos gustaría irnos en el cóndor para no demorarnos tanto. Viajar en el buitre es lo mejor que nos ha pasado". Entonces los muchachos voltearon a mirarlos diciéndoles "Bueno cacique Tibaima y honorable brujo. Nos iremos con ustedes inmediatamente. El favor que nos han hecho difícilmente podremos pagárselo, de modo que nos iremos ya". Entonces la Llorona se afanó al oir que ya se iban, y para no sufrir tanto por la ida de los jóvenes, se disolvió instantáneamente en el aire, desapareciendo sin explicación entre ellos.
Todos se aterraron quedándose mudos por eso.
Los jóvenes, el cacique y el brujo caminaron acercándose al buitre diciéndole "Nos vamos cóndor. Ya le cumplimos la orden al Hojarasquín del monte y tenemos que volver al pueblo de los Coyaimas para llevar al cacique y al brujo". "Suban pues" contestó el ave bajando el ala.
Ya se habían agarrado de las plumas, cuando inesperadamente un grupo de jovencitas bulliciosas y desnudas, pintadas fuertemente la cara y el cuerpo con colores verde, rojo y amarillo. Con pulseras tintineantes, aretes, diademas y collares de oro, apareció corriendo entre el bosque llevando antorchas encendidas y mantas de colores, agitándolas felices, seguidas por la tribu que gritaba, cantaba y bailaba acercándose a la orilla del Magdalena, sobre el que otro grupo se deslizaba lento en canoas y largas balsas, llegando frente al templo de las sacerdotisas, donde aseguraron las naves de las piedras y los grandes troncos que quedaban enterrados en la arena después de la arremetida del rio y de las inundaciones. Parecía no importarles la presencia de los extraños, y sin mirarlos continuaron la carrera acomodándose alrededor del templo que brillaba bajo la luna y los rayos de muchas estrellas, mientras los de las canoas y las balsas se quedaban ahí, encendiendo centenares de antorchas que de repente iluminaron el bosque y el rio, como un incendio.
Entonaron graves cantos danzando en las naves y bebiendo chicha, clamándole a las estrellas y a luna todavía brillante, sus favores. Las jovencitas, en estado de olvido y alegría, habían prendido nueve fogatas inmensas entre las piedras, encima de la arena, danzando alrededor de ellas y cantando también, levantando las antorchas, acompañadas por el resto de la tribu que daba vueltas alrededor de las sacerdotisas, cogidos de las manos.

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