Halagado por la imperial visita que ya había reconocido, cóndor bajó
nervioso del nido, dando un salto largo para salir cuanto antes de la boca
cavernosa que lo guardaba del frío, la neblina y la nieve tan persistente allí.
Corrió junto a su amigo con las alas abiertas y los ojos brillantes, mientras
el viejo se ponía de pie para saludarlo, estirando los brazos.
Al verse tan cerca, se quedaron quietos, medio
bobos, con los ojos fijos en los ojos del otro, mas menos medio minuto, hasta
que se tocaron en un abrazo fuerte y en un
aletazo repetido que duró mas del tiempo normal.
Cóndor se había inclinado agitando las alas
y adelantándolas todo lo que podía, para
abrazar al rey, mientras el viejo que quedaba muy pequeño junto al ave, le tocaba
las alas y las patas con afecto.
Estaban fascinados de verse porque su amistad
era centenaria. Habían olvidado que en ese tiempo empezaba a aparecer el hombre
en la tierra cuando se conocieron en las moles montañosas en las que ahora
estaban. Sin saber por qué, se rieron mucho, de modo incontenible y algo
histérico. Les salieron lágrimas de risa y así duraron un tiempito bastante
largo cogiéndose el estómago y el buche porque no resistían tanto esfuerzo.
Tiempo mas tarde, un habitante del cielo, que
bajó a dar algunas órdenes a los hombres por éstos lugares, le contó a los
vecinos, que sus carcajadas (las del cóndor y del viejo), se habían escuchado
como ecos semejantes a truenos en el espacio; les dijo también que los otros
habitantes de la montaña, se habían asomado a lo alto de los picos, muy
curiosos, pretendiendo saber que pasaba, mirando con binóculos lo que ocurría y
así ser testigos de ese encuentro.
Avergonzado el rey por lo que se veía obligado
a decir, tartamudeó casi sin sacar palabra. Carraspeó apurado, decidiéndose al
fin a pedir al cóndor el favor que quería: “Vengo muy cansado cóndor, necesito
dormir. Lo necesito urgente, como no se lo imagina”.
El ave lo miró,
comprendiendo que el viejo ya no daba mas; los ojos los tenía hundidos en el
fondo de sus cuencas, y se le pronunciaban las facciones por el esfuerzo y el hambre
de esos días en que caminó por sitios desconocidos sin comer ni un
pan ni beber mas que un vaso de agua. Realmente le era difícil estar de pie. Cóndor
lo vio temblar y castañetear los dientes, y entonces le dijo:
“Por su puesto rey, no se quede ahí, venga lo acomodo inmediatamente en
mi nido para que se recupere un poco y pueda comer mas tarde”.
Y le puso un ala en la espalda, para darle
ánimos de caminar.
El viejo lo miró fugaz, sonrió y caminó débil hasta
la entrada. Se detuvo un instante subiendo los tres escalones de hielo con
esfuerzo, entrando por fin al salón rocoso, donde contempló a sus anchas el grande
y tibio nido de su amigo. Se puso feliz
sintiendo el calorcito de la gran cueva, y sin vacilar se dejó caer encima de
la ramas blandas y las plumas que el cóndor traía de otras partes, preocupándose
por mantenerlas ordenadas y limpias.
Se durmió al momento.
Dejó los brazos separados, como dos aspas quietas,
la pierna derecha sobre la izquierda y la boca abierta en abandono, mientras
empezaba a roncar. “la otra vez que vino, tenía todos los dientes, se le ha
caído mucho pelo y tiene la espalda cargada. . . el tiempo no perdona” pensó el
cóndor esponjando las plumas del pescuezo y mirando al viejo con alegría y
nostalgia.
Sin saber por qué, se contagió del sueño del
visitante. Entró afanado hasta el fondo de la caverna. Con suavidad pasó por un
lado sin hacer ruido. Y mirándolo seguido, siguió hasta un rincón, donde se
dejó caer suave, no fuera que su amigo se despertara.
Estiró una de sus alas muy suave, cubriendo al
viejo, dándole calor. En tres minutos le llegó al buitre un sueño profundo, mientras el viento corría
iracundo encima del hielo y las grandes piedras, partiéndose finalmente contra
las rocas de su nido, metiéndose en las grietas y resquicios para luego elevarse
raudo e incontrolable en el silencioso y brillante vacío del Ruiz.
El gran Ruiz.
La eterna montaña iluminada por los rayos del
sol, de la luna y las estrellas. La mole silenciosa, guardadora de antiguos
secretos que nunca revelaba.
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