- "Entonces la princesa Pijao, Patasola, preocupada por
mi estado, le pidió al rey del sol, Bochica, que le prestara su caballo volador
con urgencia. Le dijo que lo cuidaría como a su propia vida y que se lo
devolvería pronto, sin ningún daño.
El, amablemente, se lo hizo llegar a los bosques
donde la princesa Patasola vivía con el tigre de fuego de Tierradentro y doce
elefantes blancos, en Campoalegre, en las regiones del Líbano, un poco mas abajo
de la montaña iluminada del Ruiz.
La diosa, desde la
puerta de su choza de bahareque y guadua, con pisos de mármol, vio de pronto el
caballo en lo alto del espacio, entre las nubes verdes, al lado de la montaña
boscosa que tenía rocas de color muy blanco.
Afanada, levantó
los brazos en los que tenía pulseras de oro con incrustaciones de piedras
preciosas, y le ordenó a las nubes que bajaran rápidamente al lado de su choza.
Cuando estuvieron al frente de ella, las tocó con sus manos tan sensuales, que
las abrió de modo mágico añadiéndoles un soplo tibio-alentador sacando ligeramente
el caballo de allí.
No perdió ni un
minuto, lo cogió de las riendas de plata, y acariciándolo en las ancas, en las
crines, en las alas grandísimas de plumas de colores que tenía, y en el cuello,
despidió a las nubes, que se elevaron otra vez, y sin esperar nada mas. Se
montó en él, encima del tapete de piel de puma que lo tapaba desde el cuello
hasta la cola, y apurándolo en su vuelo, recorrió un largo espacio entre nubes encendidas de fuego por el sol.
El caballo agitaba
las alas poderoso, avanzando como un rayo entre el viento en remolinos. Muchas
veces relinchaba medio enloquecido, respirando jadeante y ansioso con ganas de
llegar muy rápido a las propiedades del rey.
“En menos de lo
que se demora un pensamiento en llegar otra estrella, y llena de rocío, la princesa
Patasola llegó con un paquete de medicinas y pócimas raras a mi palacio.
Hacía cuarenta y
tres años que no nos visitaba, y los guardias no querían dejarla entrar porque
no la conocían, ni habían oído hablar de ella. Entonces les dijo que no se
preocuparan porque éramos viejos amigos y que no tendrían problemas de ninguna
clase a causa de su llegada”.
Los guardias
enviaron entonces un mensajero para que hablara conmigo, y sabiendo yo que se
trataba de la princesa, di la orden para que la dejaran entrar.
Los vigilantes muy
amables ahora, le ayudaron a llevar el caballo a los establos y cuando se
aseguró que el animal no tenía peligro, subió las escaleras muy afanada, hasta entrar a mi habitación.
Llegó vestida con velos suaves que el pueblo
de los Panches le fabricó para esa visita, y una corona de laurel que la hacía
ver muy bella y que se la había prestado su amiga Madremonte. Además de las
pulseras de oro que tenía, llevaba anchos brazaletes de cristal rojo hechos por
sus amigos de Ciudad Perdida, y en su pié, una sandalia dorada que le permitía
brincar en su única pata, muy suave y ligero. Tenía un agradable colorcito en
las mejillas, y sus labios estaban rojos como fresas a punto de reventarse;
había delineado sus ojos con suaves
trazos locos. Su cabello estaba suave y brillante, y todo eso eso la ponía muy
sensual y cautivadora. Mas que sensual y cautivante. Ooohhh.
“Buenos días rey”,
dijo con sonrisa voluptuosa. Y sin perder tiempo se acercó a mi cama tocándome
la frente y el cuello sin pedirme permiso, dándose cuenta que estaba mal de
pasiones y muy afiebrado. En un segundo le ordenó a una servidora del palacio,
que le trajera agua caliente en una vasija de cristal de Coyaima y cuando la
tuvo, me hizo compresas y masajes que me aliviaron en menos de un parpadeo. Me
aplicó una inyección para el dolor, y picando la vena de mi brazo izquierdo, me
hizo una transfusión de suero Amazónico que acepté agradecido. A las dos horas,
ya dormía tranquilo y al día siguiente estuve bien, pero fingí, porque no
quería que ella se fuera. Tiene manos
maravillosas, cuerpo enloquecedor y eso es algo cautivante que siempre he
deseado.
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