lunes, 18 de agosto de 2014

UN CONDOR GENIAL 13 (La fascinante historia de uno de los últimos cóndores que nos quedan en los Andes Colombianos




Era la región del Chocó en el país Colombiano. Pura selva.

Tierras repletas de oro y minerales a las que gentes extrañas les tenían puesto el ojo desde

hacìa mucho tiempo. Suelos exuberantes y vírgenes donde la gente

conocía el lenguaje de los gorilas y  los pájaros. Allá los sabios y los niños iban por las

tardes a los pantanos a hablar con los caimanes que les decían los secretos del agua

embarrada, de los troncos deshechos, de los animales distraídos y de las

raíces imponentes, poderosas.
 Los aventureros sintieron ganas de conocer esa tierra y haciendo artimañas en el globo para que bajara, descendieron junto a un manglar cerca a la desembocadura de un río ruidoso donde vivía el sabio de los ojos bellos.No fue sino pisar la tierra cuando escucharon su voz:
-          Sean bienvenidos jovencitos. He visto que vienen navegando desde lejos, desde la ciudad del humo y es fantástico que eso pase en mi tierra porque significa que alguien piensa en nosotros. Vengan les ofrezco algo de tomar y de comer porque deben tener hambre y mucha sed. En ésta tierra hace calor.
No contestaron. Observaban al hombre de los ojos bellos, muy atentos y curiosos.
Tenía un pantalón corto de color café y unas sandalias de suela gruesa, no usaba camisa y era negro igual que un carbón. Sus ojos alumbraban como relámpagos en una noche cerrada.
Caminaron detrás de él hasta un rancho de bahareque viejo pero limpio con jardines a los lados y muchas flores de todos los colores.
Había un patio de tierra bien apisonada al frente.
El les dijo: “Vivo aquí hace cuatrocientos seis años alimentándome de cocos y pescados, quieren probar?
Se miraron, “Bueno señor”.
Entró al rancho, demorándose largo rato. Hacía ruidos de piedra y de cáscaras duras, ruidos de aluminio y madera seca.
El humo de la hornilla que había encendido, juntando pequeños carbones incandescentes en el fondo de la ceniza blancuzca, soplándola con ramas entrecruzadas, se escapó por la puerta de palos amarrados con cabuyas y por las aberturas de las palmas del techo, subiendo al espacio, metiéndose entre las hojas de las altas palmeras para luego confundirse con las nubes, con las que seguían a lo lejos en un viaje desconocido.
Ya desocupado salió sonriendo, diciéndoles “No se demorará mucho la comida, estoy preparándoles  caballitos de mar y cangrejos dorados que les darán fuerza para el resto del viaje que me imagino harán sobre otras tierras. Pero mientras termino de cocinarlos pueden comer cocos. Tienen buen sabor, sé que les gustarán.
Entonces los muchachos entraron a la cocina porque un agradable olor empezaba a salir de ahí. Vieron costales llenos de cocos, hormigas caminando por los palos que él usaba como leña, y algunos murciélagos que de pronto salieron volando buscando otros sitios oscuros donde no los molestaran. Conocieron la hornilla en la que prendía la candela. Era grande y algo alta. La madera y la greda con la que estaba hecha resistirían centenares de años. Notaron en el fondo, en medio de una penumbra tranquila, un catre de lona gruesa en el que se recostaba para descansar después de su meditación en el bosque y de sus caminatas buscando frutas y cazando animales de monte con los que también se alimentaba. Habían libros viejos tirados en un tapete al lado del catre del que no se sabía el color.

Vieron una silla de madera roída por los gorgojos, con los cojines grasosos y los forros rotos. El hombre se dio cuenta y explicó “Ahí me siento a reflexionar por las mañanas y por las noches a la luz de una antorcha. Todo lo que tengo es muy sencillo, así ha sido toda mi vida, pero vivo tranquilo”.



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