Era la región del Chocó en el país Colombiano.
Pura selva.
Tierras repletas de oro y minerales a las que
gentes extrañas les tenían puesto el ojo desde
hacìa mucho tiempo. Suelos exuberantes y vírgenes
donde la gente
conocía el lenguaje de los gorilas y los pájaros. Allá los sabios y los niños iban
por las
tardes a los pantanos a hablar con los
caimanes que les decían los secretos del agua
embarrada, de los troncos deshechos, de los
animales distraídos y de las
raíces imponentes, poderosas.
Los aventureros sintieron ganas
de conocer esa tierra y haciendo artimañas en el globo para que bajara, descendieron
junto a un manglar cerca a la desembocadura de un río ruidoso donde vivía el
sabio de los ojos bellos.No fue sino pisar la tierra cuando escucharon su voz:
-
Sean bienvenidos jovencitos. He
visto que vienen navegando desde lejos, desde la ciudad del humo y es fantástico
que eso pase en mi tierra porque significa que alguien piensa en nosotros.
Vengan les ofrezco algo de tomar y de comer porque deben tener hambre y mucha
sed. En ésta tierra hace calor.
No contestaron. Observaban al hombre de los
ojos bellos, muy atentos y curiosos.
Tenía un pantalón corto de color café y unas
sandalias de suela gruesa, no usaba camisa y era negro igual que un carbón. Sus
ojos alumbraban como relámpagos en una noche cerrada.
Caminaron detrás de él hasta un rancho de
bahareque viejo pero limpio con jardines a los lados y muchas flores de todos
los colores.
Había un patio de tierra bien apisonada al
frente.
El les dijo: “Vivo aquí hace cuatrocientos
seis años alimentándome de cocos y pescados, quieren probar?
Se miraron, “Bueno señor”.
Entró al rancho, demorándose largo rato. Hacía ruidos de piedra y de
cáscaras duras, ruidos de aluminio y madera seca.
El humo de la hornilla que había encendido, juntando pequeños carbones incandescentes
en el fondo de la ceniza blancuzca, soplándola con ramas entrecruzadas, se escapó
por la puerta de palos amarrados con cabuyas y por las aberturas de las palmas
del techo, subiendo al espacio, metiéndose entre las hojas de las altas
palmeras para luego confundirse con las nubes, con las que seguían a lo lejos
en un viaje desconocido.
Ya desocupado salió sonriendo, diciéndoles “No se demorará mucho la
comida, estoy preparándoles caballitos
de mar y cangrejos dorados que les darán fuerza para el resto del viaje que me
imagino harán sobre otras tierras. Pero mientras termino de cocinarlos pueden
comer cocos. Tienen buen sabor, sé que les gustarán.
Entonces los muchachos entraron a la cocina porque un agradable olor
empezaba a salir de ahí. Vieron costales llenos de cocos, hormigas caminando
por los palos que él usaba como leña, y algunos murciélagos que de pronto
salieron volando buscando otros sitios oscuros donde no los molestaran. Conocieron
la hornilla en la que prendía la candela. Era grande y algo alta. La madera y
la greda con la que estaba hecha resistirían centenares de años. Notaron en el
fondo, en medio de una penumbra tranquila, un catre de lona gruesa en el que se
recostaba para descansar después de su meditación en el bosque y de sus
caminatas buscando frutas y cazando animales de monte con los que también se
alimentaba. Habían libros viejos tirados en un tapete al lado del catre del que
no se sabía el color.
Vieron una silla de madera roída por los gorgojos, con los cojines
grasosos y los forros rotos. El hombre se dio cuenta y explicó “Ahí me siento a
reflexionar por las mañanas y por las noches a la luz de una antorcha. Todo lo
que tengo es muy sencillo, así ha sido toda mi vida, pero vivo tranquilo”.
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