Eran los fantasmas
castigados por la luz. Seres desconfiados y calvos, ignorantes de todo.
No tenían brazos, solo un
muñón en el hombro con siete dedos terminados en garras, como las garras de los
pumas. Sus gibados cuerpos medían mas o
menos un metro y veinte centímetros, eran de color amarillo transparente que permitía
verles como entre humo, el corazón, los
pulmones, el estómago y los intestinos. Todos los días y a toda hora respiraban
los venenosos vapores del volcán, que los transformaba en seres monstruosos. No
hablaban y parecían desconocidos entre ellos mismos. Andaban como sonámbulos
sin pensamiento y sin sentir. “Que gente tan horrible” gritó Coyaima, señalando
la grande boca de la montaña, “no se les ve ánimo. Parece como si no tuvieran espíritu”.
Fresno y cóndor los
miraron cuidadosos, descubriendo que se vestían con plumas de gallinazos
amarradas a una cuerda con la que rodeaban sus cuerpos.
Era que todos los días y
desde antes del amanecer, vagaban esperando la llegada de los gallinazos
atraídos por el olor de algún fantasma muerto ese día. Entonces, con raras
caucheras manejadas entre dos o tres de aquellas criaturas, y con maniobras
increíbles usando los muñones o garras de sus hombros, les lanzaban piedras, pedazos
de rocas y palos hasta matar alguno de los gallinazos. También los capturaban
con trampas parecidas a redes de bejucos, difícilmente inventadas.
Ese momento de la captura
del ave carroñera, se convertía en guerra en aquella montaña.
Perseguían al afortunado cazador
que había capturado el chulo para quitarle la presa entre una algarabía
delirante. Entre una batalla dolorosa y cruel se la robaban destrozándola con
las garras y devorándola completamente enloquecidos.
Así pasaba siempre.
En esa pelea caían numerosos
fantasmas muertos a los que nadie ponía cuidado. Los otros pasaban por encima o por los lados sentándose en
las piedras o en el suelo con la esperanza de atrapar otro gallinazo que les
quitara el hambre.
No se distinguían los
machos de las hembras sino porque ellas tenían el estómago inflado por algún
embarazo tan frecuente allí
Después de la guerra por
la carne, recogían las plumas que llevaban a lo profundo de la boca del volcán,
donde fabricaban sus camas, vigiladas a todo momento para que no se las robaran.
Esas plumas eran el elemento necesario de su vestido y su descanso.
Al ver a los
visitantes y al cóndor, las criaturas corrieron veloces a esconderse detrás de
las peñas y entre los huecos de las
piedras entre chillidos paralizantes. Muchos se metieron por la boca del volcán
enterrándose allá. Los otros se tiraban bocabajo, creyendo que así no los
decubrirían.
Cóndor dijo a los
muchachos “Casi a toda hora tienen los ojos cerrados porque no les gusta el sol
ni la montaña, no les gusta el viento ni la lluvia y se la pasan recostados en
las rocas. Creen que los otros fantasmas son una mentira y a pesar de que descansan mucho y pelean escuchándose sus chillidos, no
creen en el sueño ni en las piedras, ni en los gallinazos y mucho menos en sus
pensamientos. “Acerquémonos cóndor”, dijo Fresno caminando a la boca del
volcán. “Mejor no”, respondió. “Son seres peligrosos. Pueden hacernos daño”.
Piensan que nosotros también
somos fantasmas aunque no creen en nada. Pueden mirarnos pero nos niegan. “Quisiera
hablar con uno” dijo Coyaima. “Es imposible, no creen en las palabras, en los
sonidos, y tampoco tienen lenguaje. “Ufff” hizo Fresno.
Se sentía el vacío, y una
desagradable repulsión.
Sin aguantarse mas en ese
ambiente, los jovencitos se encaramaron en la espalda de su amigo condor que
subió al espacio en un aleteo poderoso entre las nubes grises.
En dos horas de
navegación llegó la noche, vieron los rayos amarillos y plata de la luna
cayendo en el vacío. El
viento les golpeaba, sus cabellos flotaban como las crines de un caballo al
galope. Sintieron los huesos penetrados y las manos. Se metieron entre las gruesas
plumas del pájaro que se esponjó para dejarlos dormir en las alturas.
Dos kilómetros adelante
los agarró el sueño; pasaron muchas leguas debajo de ellos dormidas con la
noche y con el frio.
Quizás era la una
o las dos de la mañana y entre esa oscuridad cóndor vió el valle de los enanos
salvajes famoso por su gente violenta que mantenía en guerra con los pueblos vecinos.
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