jueves, 30 de octubre de 2014

UN CONDOR GENIAL 22 (La historia de uno de los últimos cóndores que nos quedan en los Andes Colombianos)


Eran los fantasmas castigados por la luz. Seres desconfiados y calvos, ignorantes de todo.
No tenían brazos, solo un muñón en el hombro con siete dedos terminados en garras, como las garras de los pumas.  Sus gibados cuerpos medían mas o menos un metro y veinte centímetros, eran de color amarillo transparente que permitía verles como entre  humo, el corazón, los pulmones, el estómago y los intestinos. Todos los días y a toda hora respiraban los venenosos vapores del volcán, que los transformaba en seres monstruosos. No hablaban y parecían desconocidos entre ellos mismos. Andaban como sonámbulos sin pensamiento y sin sentir. “Que gente tan horrible” gritó Coyaima, señalando la grande boca de la montaña, “no se les ve ánimo. Parece como si  no tuvieran espíritu”.
Fresno y cóndor los miraron cuidadosos, descubriendo que se vestían con plumas de gallinazos amarradas a una cuerda con la que rodeaban sus cuerpos.
Era que todos los días y desde antes del amanecer, vagaban esperando la llegada de los gallinazos atraídos por el olor de algún fantasma muerto ese día. Entonces, con raras caucheras manejadas entre dos o tres de aquellas criaturas, y con maniobras increíbles usando los muñones o garras de sus hombros, les lanzaban piedras, pedazos de rocas y palos hasta matar alguno de los gallinazos. También los capturaban con trampas parecidas a redes de bejucos, difícilmente inventadas.
Ese momento de la captura del ave carroñera, se convertía en guerra en aquella  montaña.
Perseguían al afortunado cazador que había capturado el chulo para quitarle la presa entre una algarabía delirante. Entre una batalla dolorosa y cruel se la robaban destrozándola con las garras y devorándola completamente enloquecidos.
Así pasaba siempre.
En esa pelea caían numerosos fantasmas muertos a los que nadie ponía cuidado. Los otros  pasaban por encima o por los lados sentándose en las piedras o en el suelo con la esperanza de atrapar otro gallinazo que les quitara el hambre.
No se distinguían los machos de las hembras sino porque ellas tenían el estómago inflado por algún embarazo tan frecuente allí
Después de la guerra por la carne, recogían las plumas que llevaban a lo profundo de la boca del volcán, donde fabricaban sus camas, vigiladas a todo momento para que no se las robaran. Esas plumas eran el elemento necesario de su vestido y su descanso.
Al ver a los visitantes y al cóndor, las criaturas corrieron veloces a esconderse detrás de las peñas y entre los  huecos de las piedras entre chillidos paralizantes. Muchos se metieron por la boca del volcán enterrándose allá. Los otros se tiraban bocabajo, creyendo que así no los decubrirían.
Cóndor dijo a los muchachos “Casi a toda hora tienen los ojos cerrados porque no les gusta el sol ni la montaña, no les gusta el viento ni la lluvia y se la pasan recostados en las rocas. Creen que los otros fantasmas son una mentira y a pesar de que descansan  mucho y pelean escuchándose sus chillidos, no creen en el sueño ni en las piedras, ni en los gallinazos y mucho menos en sus pensamientos. “Acerquémonos cóndor”, dijo Fresno caminando a la boca del volcán. “Mejor no”, respondió. “Son seres peligrosos. Pueden hacernos daño”.
Piensan que nosotros también somos fantasmas aunque no creen en nada. Pueden mirarnos pero nos niegan. “Quisiera hablar con uno” dijo Coyaima. “Es imposible, no creen en las palabras, en los sonidos, y tampoco tienen lenguaje. “Ufff”  hizo Fresno.
Se sentía el vacío, y una desagradable repulsión.
Sin aguantarse mas en ese ambiente, los jovencitos se encaramaron en la espalda de su amigo condor que subió al espacio en un aleteo poderoso entre las nubes grises.   
                 
En dos horas de navegación llegó la noche, vieron los rayos amarillos y plata de la luna cayendo en el vacío. El viento les golpeaba, sus cabellos flotaban como las crines de un caballo al galope. Sintieron los huesos penetrados y las manos. Se metieron entre las gruesas plumas del pájaro que se esponjó para dejarlos dormir en las alturas. 
Dos kilómetros adelante los agarró el sueño; pasaron muchas leguas debajo de ellos dormidas con la noche y con el frio.


Quizás era la una o las dos de la mañana y entre esa oscuridad cóndor vió el valle de los enanos salvajes famoso por su gente violenta que mantenía en guerra con los pueblos vecinos.



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