Quizás era la una
o las dos de la mañana y entre esa oscuridad cóndor vió el valle de los enanos
salvajes famoso por su gente violenta que mantenía en guerra con los pueblos
vecinos.
Muchas horas de
vuelo había aguantado el pájaro aprovechando la frescura nocturna pero las
articulaciones de las alas le pedían descanso y decidió aterrizar.
Bajó en picada,
tocó tierra rápidamente doblando las rodillas que semejaban troncos milenarios.
Ya en tierra se quedó quieto un momento buscando un lugar para descansar.
Caminó setenta metros a donde alumbraba la
luna hasta llegar debajo de algunos árboles viejos y nudosos, cubiertos de
musgo como las barbas de un profeta.
El suelo era una
pradera verde especial para descansar. Cóndor se tendió en la hierba mientras
los muchachos dormían en sus costillas sin darse cuenta de nada. Relajó las
alas, estiró las patas, desgonzó el pescuezo hundiéndose en un descanso
profundo.
En la noche no
había peligro con los habitantes del lugar.
El ave sabía que
dormían desde horas tempranas. A las
seis ya dormían pero madrugaban mucho y eso era peligroso porque podían
cogerlos en sus profundos sueños.
La noche se fue
rumorosa de bosque, de gritos y sereno.
La luz llegó
filtrándose entre las nubes, el ramaje, la penumbra y el agua de los lagos; se
coló a las cuevas. Iluminó el valle pero los
viajeros no se despertaron, la tensión los había sumido en un sueño de sopor
y pesadèz, tenían casi paralizado el cuerpo y muy congestionado el cerebro.
El sitio donde
dormían estaba escondido por las malezas y el musgo descolgado de las ramas gruesas de los àrboles hasta el suelo, si solo un enano los hubiera visto habrían
ido batallones de ellos a capturarlos. Los
hubieran colgado en el árbol de los sacrificios en la plaza principal frente al
templo donde celebraban ritos a los
dioses de los fondos terrenales.
Los hubieran
amarrado de pies y manos, paralizándoles la cabeza y hasta la espalda para
impedirles cualquier movimiento.
Ya eran las tres
de la tarde y todavía dormían. De pronto un movimiento involuntario del cóndor
estremeció a Fresno que abrió los ojos entre el plumaje tibio.
Vio el paisaje.
Las colinas se elevaban
poco, tenía forma de senos de mujer. Respiró los aromas, se animó y saltó del
pájaro. Con ese movimiento no se despertó el ave, ni tampoco Coyaima, arrunchado
en el calor; entonces los llamó porque el sol bajaba ya en las montañas del
otro lado al occidente. "Cóndor genial, cóndor despierte que ya es tarde".
Lo cogió de un ala
sacudiéndolo fuerte, el pájaro se despertó asustado con los ojos enrojecidos y lagañosos,
levantó la cabeza mirando a todas partes y se puso de pie respirando confundido.
Aleteó vigoroso
para despertarse bien, sin darse cuenta que con el aleteo expulsaba a Coyaima que
todavía dormía entre sus plumas.
El durmiente se
elevó treinta metros como una pelota lanzada a lo alto; se suspendió un
instante viniéndo luego en picada peligrosamente. Cóndor vió el error y sin
perder ni un segundo estiró el cuello,
abrió el pico y atrapó al jovencito igual que se agarra una gaviota en el mar.
Desgonzó el pescuezo poniendo al muchacho en tierra con maliciosa sonrisa.
Coyaima dijo “Qué
pasó? soñé que estaba volando como una gaviota en el mar”. “Su sueño era verdad
respondió el ave mirándolo incrédulo.
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