Pero después de muchas horas y
acercándose Mohan al país de los Pijaos, sintieron el apremiante llamado del
vagabundo, que les iba quitando su paz con esa loca y persistente invocaciòn.
Entonces Mohán, sin comer nada y sin hablar con nadie, se subió a su carruaje
de fuego y transformándolo en rayo llegó en menos de un momento, a la casa del
hechicero.
Se desmontó de un
salto en el patio trasero de esa casa, mientras el mago tendido en el suelo, lo
saludaba despreciable e indigno. Le hizo venias interminables arrastrándose en
ardorosas sùplicas, luego levantó la cabeza y dijo al corpulento dios, “Gracias divino Mohán
por venir a ayudarme. Le suplico que me perdone la insistencia en mi llamado
pero es que necesito pedirle un favor urgente.
Se tendió otra vez bocabajo sin mirar a su
divino visitante que tenía un pié en el carro de fuego listo a irse, porque no
le gustaba la actitud del mago vagabundo. “Lo que pasa, perpetuo Mohan, es que
quiero convertir a los habitantes de ésta ciudad en estatuas de piedra porque sus
gobernantes me han ofendido gravemente. No quieren entregarme la fórmula para
transformarme en cocodrilo y eso no lo perdono, porque tengo derecho a eso como
cualquier estudiante de magia. Ayúdeme por favor divino Mohán.No me deje solo
en este delirio.
Lloró y llorò
aumentando el odio en su corazòn. Los ojos se le enrojecieron de nuevo como
bolas de candela, y una serpiente roja, muy peligrosa le nació en la cola.
Amenazaba a Mohàn con su lengua partida echando veneno quemante a derecha e
izquierda porque asì lo querìa el mago, para dañar a todo el que se acercara.
Inexplicablemente,
un ruido aterrador de fin del mundo se escuchó por mucho rato en la ciudad.
Eran gritos, pedidos de ayuda y lamentos por todas partes, mientras la ciudad caia
en pedazos. Los edificios se quebraban destrozándose en partìculas. Terremotos paralizantes
estremecieron la tierra, abrièndola en muchos sitios, tragándose todo en esas
enormes y hambrientas bocas.
Tornados de
vientos iracundos despedazaban los techos, las paredes de las casas, de los
edificios. La vegetación de los campos se secaba en instantes y los ríos
desaparecían devorados por la arena. Truenos y relámpagos, decía Fresno, caían
mortales, incendiando el aire y todo lo
que encontraba. El cielo se agrietaba y diluvios de arena venìan del espacio
cubriendo las calles, los patios, las avenidas, la ciudad completa. Eso duró
desde las seis de la tarde hasta las tres de la madrugada.
Mientras tanto el mago
tuvo crisis horribles entre aterradores gritos, mientras el corazón se le
transformaba en una roca como el hierro. Al final de semejante cataclismo, estando
todo calmado, salió el hombre de su casa a la que no le había pasado nada, encontrando
la ciudad destruida.
Los habitantes se
habían transformado en estatuas de piedra quedando en miles de posiciones como
un enorme museo. Estaban tirados en tierra. Otros en actitud de caminar,
sentados o huyendo o comiendo. Mujeres pariendo y parejas suplicando al cielo. Madres
con hijos en brazos, otras en las cocinas. Era el museo de un artista enloquecido.
Pero no eran completamente
estatuas, dijo Fresno. Aunque perdieron la mente y el sentir, les nacieron
raíces en el cuerpo que estaba en contacto con la arena. Asì se alimentaban con
el aceite de las piedras derretidas.
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