“Ya está todo
bien. Ahora podemos seguir el viaje”, dijo Fresno. “Si eso es lo que hay que
hacer, aprovechemos bien el tiempo”,
contestó coyaima.
Treparon contentos
al ave, revisando las plumas nuevas, jalándolas para probar si resistían su
fuerza. Vieron que todo estaba bien y que ni siquiera el olor a chamusquina
había quedado.
Volar en la penumbra era bueno por la frescura del
aire y por el rocío de las nubes que se pegaba en la piel.
Cóndor
veía las estrellas titilando y las nubes como fantasmas navegando despacio, en
otros momentos aceleradas, llevando mensajes de agua y frio a los árboles y a
la tierra.
Atravesó dos ríos caudalosos, escuchando su
ruido como cataratas de otros mundos precipitándose sordas en los abismos,
estrellándose en los cristales muy abajo entre la espuma rebelde y agonizante
que nacía y moría al mismo tiempo. Esos ríos estaban repletos de peces iluminados
como las luces en las avenidas de una gran ciudad. Entonces, asombrados por esa
maravilla, dieron tres vueltas y bajaron para mirar de cerca los peces de luz subiendo y bajando en el río en
un juego interminable con ellos mismos y con el agua, consumiéndose y saltando otra
vez en la superficie de colores. “La naturaleza tiene cosas raras”, dijo el ave
buscando la dirección para seguir su ruta.
Fresno miró de nuevo el río. No olvidarìa nunca ese espectáculo
asombroso. Los peces iluminados lo dejaron callado, igual que a Coyaima.
Volaron sobre
valles dormidos. Dejaron atrás, lagos extensos como ojos gigantes en vigilia,
las llanuras retrocedían también. Bosques soñolientos, se quedaban cabizbajos
con los secretos guardados en sus raíces, en sus flores y sus hojas.
Mientras se ponía
la chaqueta y se acomodaba entre las plumas, Coyaima comentó en voz alta “Viajar
aquí es mejor que ir en globo, es mas desafiante ”. “Claro. Se siente la fuerza
del cóndor, se tiene visión de la tierra y se siente el viento con gran furor”,
contestó Fresno.
Quizás por el veneno
de las flechas y por las hondas quemaduras, el pájaro sintió sueño.
Algo raro estaba pasando
en su cabeza. Tenía pesadillas, roncaba y graznaba al mismo tiempo, en extrañas
convulsiones. Cabeceaba en eléctricos movimientos y en escalofrios incontrolados.
Se le escurría la baba. En las narices le hervía la espuma, y las garras se le encogían
en espasmos, lo mismo que las alas que se le desgonzaban involuntarias.
Descendían
peligroso en el hondo espacio.
La caída del pájaro asustó a los jóvenes que escucharon
gritar al ave “No me las corten no me las corten, no me hagan ese mal porque
pierdo la fuerza y el poder. Por favor no, no”.
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