En ese momento a la estatua se le perdió la
mirada y la voz
Y los viajeros se fueron por un corredor de
columnas desmoronadas hasta un campo fresco entre el aire caliente de esa hora.
“Ya tenemos la clave para llegar al país que queremos, se dan cuenta? la vida va
poniendo las cosas cuando es el momento, dijo el cóndor levantando las alas
para que le entrara aire y lo refrescara un
poco.
Antes del amanecer,
se alzaron en un vuelo silencioso entre nubes oscuras. Navegaron hasta las
siete de la mañana, siguiendo la corriente de un río violeta ancho y turbulento,
en sus orillas crecían árboles grandes y muy verdes.
Luego del vuelo
sobre la corriente, vieron la desembocadura en la laguna de Guatavita muy
famosa por sus riquezas de oro y esmeraldas. En el fondo reposaban noventa y
siete baúles de oro y piedras preciosas que los antiguos habitantes indígenas de
ahí escondieron para que los extranjeros no se los robaran, dijo el cóndor.
Los que se
aventuran a meterse en sus aguas se transforman en hombres de oro y en hombres
de diamante quedándose por siempre en el fondo, en compañía de los dioses
minerales.
Cóndor buscaba un
lugar para aterrizar. Recordó que ahí, en esa laguna, vivían los peces águila,
guardianes de las riquezas. Bajó parándose en una roca de color blancuzco
rodeada de arbustos de tallos rojos y hojas puntiagudas.
Las ganas de
bañarse y de nadar acosaban a .coyaima que casi se tira de las espaldas del ave
al lìquido, pero se acordó de no tocar el agua por el relato que había narrado el
cóndor. No quería ser un muchacho de diamante.
Corrieron con Fresno por la orilla, estirando
los músculos y relajándose. Hicieron ejercicios mirando el brillo del agua que
se reflejaba en el aire y en las nubes. Mas allá, las montañas eran azules por
la bruma.
Cóndor les dijo “Aquí
viven los peces águila, conocidos por muchos, aseguran que son extremadamente peligrosos. Ni se les vaya a ocurrir meterse
en el agua porque acabarán devorados por ellos, o contrariamente, se
trasformarán en muchachos de diamante.
Esos peces tienen
aletas que les sirven de alas. Vuelan y nadan a grandes velocidades; con su pico
destrozan las carroñas y la gente que por ignorancia se mete en la laguna.
Ven a sus víctimas
desde cuatro mil metros, lanzándose sobre ellas con velocidad y devorándolas en un instante porque son
centenares. Todos atacan de una vez. “Yo los quiero ver”, dijo Fresno. “No se
afane, ahora mismo saldrán a vigilarnos porque me tienen ganas desde hace
tiempos, una vez maté a muchos en combate y eso no lo olvidan”.
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