viernes, 27 de marzo de 2015

UN CONDOR GENIAL 43 (La historia de uno de los ùltimos còndores que nos quedan en los Andes Colombianos)




Una larga y gruesa culebra de color café-negro pasó a un metro. Se paró levantando la porra y haciendo Ssssss. Sssss. Sssss  con la lengua amenazadora; ellos retrocedieron lento, silenciosos, y ya retirados de aquel peligro, corrieron olvidados de todo.  Saltaron encima de los troncos, entre los charcos y las piedras, hasta que se cansaron deteniéndose por fin en un claro a donde bajaba la luz.
Por aquí hay muchos peligros a los que tenemos que ponerles cuidado”. Dijo Fresno. “Usted ve al cóndor?” preguntó Coyaima. “No, pero creo que debe estarnos mirando”.
Ochenta metros adelante vieron un fiero rinoceronte. Se detuvo vigilante, grande y sólido  junto a una roca milenaria que lo hacìa ver mas feròz. Los miró desafiante con sus ojos como tizones encendidos y una de sus patas en movimiento rastrillando la tierra. Coyaima sintió que el corazón le palpitaba en auxilio. Las sienes de Fresno eran como ríos cayendo de altas regiones mojando su cuerpo y el suelo. Un caos los poseyó desvaneciéndolos feamente. Entonces quedaron paralizados, totalmente inmóviles, igual que esfinges esperando el ataque de la bestia, que finalmente dio la vuelta por detrás de la roca, siguiendo tranquilo, perdiéndose adentro entre el espeso ramaje como si hubiera recibido una orden extrema.
Coyaima y Fresno apuraron el paso para salir pronto de esa selva.
Según sus cálculos y la intensidad de la luz, todavía les esperaban unas tres horas de marcha. Entonces caminaron confiando en que cóndor los estuviera sobrevolando. Era su compañía y su guía aunque no lo vieran y a el se encomendaban para salvarse de cualquier peligro.
Una espesa alfombra de hojas muertas se hundía debajo de sus pies. Aromas de troncos viejos, flores y excrementos se metían en sus narices refrescándolos y alertàndolos. Veían animales desconocidos trepar por los gruesos troncos, volar en un gran tráfico, otros olfateaban, se detenían agazapados detrás de malezas, piedras y rocas para echarle el zarpazo a otro animal desprevenido, y corrían a devorar la presa que ese día los calmaría de las hambres pasadas. Centenares de bejucos los enredaban retardándolos en su salida.


 

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