. . .De pronto el guardián de la caverna se
quedó quieto con la antorcha en alto, se puso la mano en la frente sintiendo un
sudor frío corriendo por los surcos de su cara. Un recuerdo como un relámpago
pasó por su mente añorando los tiempos en que tuvo el volcán lleno de licores
robados por las noches a los habitantes del cielo. Acezaba sin encontrar aire
para sus pulmones y su corazón que estaba enloquecido.
Cayó desvanecido en un estruendo inolvidable entre
las rocas donde había un charco fétido, podrido. El corazón no le había resistido
su afanada carrera. Abrió los ojos mirando extrañamente en blanco, diciendo “Cobardes
por qué huyen? Sé que ustedes son hijos de los dioses y que quieren ser dueños
del tesoro para convertirse en dioses, como sus padres. Vengan, vengan por
favor hijos del cielo, necesito su bendición para irme a otros mundos”.
Respiraba con
delirio, con ansia enloquecida, queriendo ser dueño de todo el oxígeno de la
tierra. Dijo “Necesito mucho licor, debo
beber el vino de los dioses antes de mi muerte, tráiganme el divino licor antes
que me muera”. Coyaima no le quitaba la
vista. Fresno lo observaba comprendiendo ìntimamente el misterio de ese hombre.
Sabían que de un momento a otro se quedaría definitivamente dormido.
Transpiraba ríos. Su
pecho, su cara, sus brazos y su espalda estaban empapados, como si hubiera
acabado de salir de un lago. Un olor a alcohol reconcentrado se regó en el aire.
Su hígado, pulmones, páncreas, intestinos y corazón habían funcionado siempre
con alcohol, de tal forma que las arterias al quedar desocupadas de sudor,
dejaron de llevar el combustible a los órganos que pedìan desesperados mas y
mas alcohol.
Abrió la desdentada
boca buscando el aire pero no lo encontró. Sin darse cuenta, abandonó los
músculos y su fuerza entre las piedras hasta que en un último rugido volteó el
ojo bueno, disponiéndose a abandonar el cuerpo para ir a servirle a los dioses
al otro lado del mundo por una copa de licor.
Le escucharon sus
últimas palabras jadeantes “Los dioses son los culpables de mi muerte. No pude
comprenderlos ni ellos me entendieron. No saben lo que pierden. Adiós. Y se
quedó inmóvil. “Que pesar del gigante, era bueno, dijo Coyaima acercándose. Se
miraron con Fresno y agachándose le agarraron el brazo, le quitaron la llave
después de cortar el cordón con una piedra.
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