“Véanlo
está acostado debajo de ese árbol que se ve allà. Acerquémonos en silencio para
que no se asuste”, dijo un alupio de piel morena señalando un árbol gigantesco,
muy verde y de hojas minúsculas, que estaba a unos ochenta metros al frente de
ellos.
Caminaron callados entre
las ramas enredadas y la alta maleza que les impedía moverse bien. Era un problema
caminar por ahí y había que tener cuidado para no hacer ruido, o no podrían conocer al gigante.
Por el afán de llegar
junto a el, no vieron los huecos de un hormiguero grande y peligroso junto a
enormes piedras de color ceniciento que se les aparecieron en el camino. Doce alupios
que venían saltando, cayeron por cuatro huecos en forma de embudo que semejaban
cráteres de grandes volcanes.
Desaparecieron asì,
tragados por las oscuras gargantas entre alarmantes gritos y delirantes pedidos
de auxilio que finalmente se perdieron muy abajo entre la tierra removida.
Fue terrible el
desconcierto y un desorden bestial se apoderó de ellos.
Entonces los otros alupios
corrieron enredados en una algarabía salvaje entre las yerbas, las piedras y los
troncos, muy preocupados pretendiendo salvar a sus amigos.
Mientras tanto en la activa
muchedumbre del hormiguero, los alupios caídos gritaban enloquecidos porque miles de hormigas los atacaban ferozmente con
su paralizante veneno en una arremetida inolvidable. Eran punzadas como flechas
o lanzas, que les dormían la sangre y el cuerpo, poniéndolos agonizantes en menos de un instante.
La batalla fue Mortal.
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