Ni
cuenta se dio a que horas llegó a la superficie. Después de un ratico notó que
lo rodeaban miles de alupios preguntándole
“Que pasó entonces?” “Que vio?”. “Viene muy pálido”. “Y está tembloroso”.
“Hable”. “No se quede callado”.
No
podía hablar porque tenía la boca reseca y la lengua pegada al paladar. Algunos
gritaron “Déjenlo, dèjenlo que se calme”.
Se le acercaron echándole
aire en la cara y tocándole suave las mejillas
para tranquilizarlo. Alguien le ofreció agua de un bolsito de cuero de
canguro y después de tomar dos sorbos sintió que las fuerzas le volvían.
Respiró profundo y dijo “Los
han matado a todos y se los están comiendo. Están en fiesta y se ríen mientras
llevan la carne al fondo de la guarida. Solo quedan los esqueletos. Esas
hormigas son los peores matones de la tierra”. “Verdad?” “Si”.
La
muchedumbre quedó en silencio. No sabían que hacer. Inclinaron la cabeza
pronunciando misteriosas palabras hasta que el jefe levantándose despacio dijo “La vida no puede pararse aquí, ahora tenemos
que seguir”. Y arrancó a caminar seguido por la multitud confundida en la
maleza.
Fueron alrededor de diez
minutos subiendo y saltando por las piedras, deslizándose por los barrancos,
encaramándose en los troncos y dándose la mano para ayudar a los mas jóvenes y
débiles mientras el sol los abochornaba.
Llegaron a un prado
verdeoscuro con gran cantidad de árboles en la base de una montaña brillante. Al occidente habían valles donde
vivían leones de melena roja con cuernos blancos parecidos a los de los ciervos.
Ya habían llegado debajo
del muchacho dormido al que no podían ver por su gran estatura. “Era fuerte”
decían, “Y no parece darse cuenta de nosotros”. Algunos ya habían navegado en
el tranquilo espacio, viéndolo completamente, y estaban admirados de semejante gigante
humano.
La impresión de verse
junto a el, los dejó boquiabiertos, olvidaron la muerte de los doce alupios y
se miraron buscando explicaciones. Daban vueltas alrededor del joven en una exploración
curiosa. Hablaban en voz baja para que no se despertara, discutiendo cómo trepar
en su cuerpo.
Despues de algunos
acuerdos, comenzaron a subir agarrándose de las botas, de la ropa, de las
puntas de la chaqueta que caían a la superficie, y de los cabellos. Hacían piruetas
en el escalamiento hasta que caminaron encima del cuerpo. Le analizaban la ropa
y los colores sintiéndole a la vez la respiración y los ronquidos; le
olfatearon el sudor y le palparon la blandura del estómago.Le tocaron los bellos
de la cara y el pecho semiabierto. El cabello les parecía una cascada de
bejucos, los oídos dos cavernas oscuras y complicadas igual que las narices. La
boca los intimidaba notablemente porque al asomarse al borde veían un abismo
rodeado de peñas blancas del que continuamente salían vapores sospechosos.
La piel de la cara y el
pecho era una suave alfombra en la que se tendían con los brazos abiertos o se
echaban de costado recibiendo el sol.
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