miércoles, 16 de septiembre de 2015

AXO, EL ALUPIO Y LA MONTAÑA 7 (La historia de una criatura humana (?), de ocho centìmetros)



 Axo sonrió.
“Lo que pasa es que yo le puedo ayudar para que su viaje sea  fácil. Conozco los misterios del mundo y de lo que tiene, y así no tendrá problemas porque le diré todo para que nos vaya bien”
Axo pensò. “Esa criatura es porfiada”. . .quizás la naturaleza le tenía señalada esa compañía de modo que volteó a mirar encima de su hombro donde hacía un instante se había encaramado el alupio diciéndole “Vámonos entonces”. “Vamos respondió Eres”

Segunda parte

Se puso de pie.
Axo miró que a lo lejos la montaña desaparecía en la bruma gris de las nueve de la mañana.
   Marchó ágil entre la maleza y las piedras; casi no había camino porque los continuos aguaceros de esa región estimulaban el rápido crecimiento del bosque. Usaba la espada para cortar las ramas que le dificultaban el paso a la vez que se guiaba con la brújula, llevando su norte.
El peso que cargaba era poco, lo indispensable para cruzar sin problemas sitios difíciles y lugares desconocidos. Llevaba flechas y arco, una daga pequeña, una mechera que le mantendría el fuego, una bolsa de cuero con agua y una pequeña pistola neumática con dardos tranquilizantes para dormir a las bestias que de pronto lo atacaran.
Iba con botas de caucho que le llegaban hasta las rodillas y un ancla de escalamiento. De seguro la necesitaría, de eso no tenía duda.
Lo protegía una gruesa chaqueta de cuero. Además guardaba una tienda de campaña que levantaría para pasar las noches abrigado del sereno, la lluvia y los animales trasnochadores.
Eres se instalò encima del morral. Ahí iba contento porque tenía espacio para estar còmodo para ver la luz, el bosque y sentir el viento.
Sus ojos eran de color café y sus naricillas casi no se notaban. Se vestía con un arreglo de fibras entrecruzadas de hoja de palmera tropical y otras fibras desconocidas. En las manos tenía dos dedos que parecían el índice y el pulgar igual que todos los alupios. En ellos eso era genético.
Había nacido de un huevo parecido al de una paloma. Ese huevo salió de su madre a la que nunca conoció porque desapareció seis meses antes de que el viera el sol. La había arrastrado una turbulenta corriente de aire frío que llegó del mar y que la transportó finalmente a una playa donde vivían miles de caracoles carnívoros que al verla desmayada le cayeron encima devorándola en seis segundos.
El huevo se empolló entre las piedras de una laguna brillante un poco mas allá de los bosques y antes del desierto. Tuvieron que pasar dos años para que el huevo se sazonara y reventara.
Un día amaneciendo cuando la brisa empezaba a tibiarse y cuando los árboles estiraban los brazos para desperezarse, la criatura se movió dentro de la cáscara rompiéndola con un golpecito de su cabeza y permitiendo que la luz le llegara a los ojos. Se asomó largo rato a los bordes de su huevo quedando asombrado de tantas maravillas, y levantándose de un saltico corrió en el pasto y sobre las raíces húmedas mientras las nubes dejaban caer un rocío que lo lavaba suave mojándole las alas que desplegaba iguales a las de un colibrí.





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