Si abría los ojos perdería su fuerza y su poder y
eso no debía suceder nunca…… nunca.
El castillo de Rusos estaba construido con nubes
grises de verde profundo. Tenía muros gruesos y movibles, torres altas que de
pronto se transformaban en caballos, en canoas o en pavos gigantes con cuernos
y colmillos de elefantes, o en otras figuras fantásticas que se paseaban en un
espacio hondo y gris infinito. Ahí vivía desde hacía mucho tiempo y nadie podía
expulsarlo. No faltaba mas. . .
Axo y el ave comprendieron en un instante que
Rusos no podría vivir con los ojos cerrados
para siempre y se quedaron allí muy tranquilos. Ya se sentían vencedores y
esperarían el tiempo que fuera necesario hasta que se cansara y pidiera clemencia.
Corrió el aire tocando la nieve y llevándose los
secretos de los altos picos; recorrió un largo espacio acompañado de nubes
verdes que navegaron a su lado mucho rato para bajar luego a las llanuras con
una carga abundante de sueño. Las nieves cambiaron de color blanco a blanco
sucio. Tres veces salió el sol brillante sobre el perfil de la nieve y tres
veces volvió a meterse al otro lado de la montaña que no dejaba de brillar con
su inmenso espejo blanco.
El muchacho y el águila cercaban a Rusos muy
pacientes pero sentían hambre, sueño y cansancio que los acosaba impiadoso, sin
embargo dijeron que resistirían el tiempo y las circunstancias necesarias para
vencer a su enemigo.
La espera era buena estrategia.
Rusos se sentía maltrecho y congestionado, de vez
en cuando cogía la garra del buitre pretendiendo quitársela del pecho pero no
lo lograba a pesar del esfuerzo que hacía y porque el ave lo aprisionaba mas y
mas. Bostezaba largo y seguido acosado por un hambre que le roía la panza y le
hacía chillar los intestinos. Estaba tirado encima de un charco de orines y los
calzoncillos que tenía, olían mal. Quizás hacía un horrible esfuerzo para
contener sus excrementos pero no aguantó hasta que fatalmente una masa amorfa
blanda y tibia de color caféamarilloso quedó depositada entre sus nalgas y los
calzoncillos que ahora si despedían un olor inaguantable. Todavía mantenía los
ojos cerrados pero después de tanto tiempo de estar así no soportó esa situación
y en un reto con él mismo abrió los ojos.
La luz lo
cegó y entonces volvió a cerrarlos para protegerlos, pero después fue abriéndolos
despacio hasta acostumbrarse al fulgor.
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