Desde lejos contemplaron la casa. Era grande, de paredes blancas con
plancha donde las señoras subían a pasar las tardes para mirar el campo y para
hablar de cosas, cuando iba anocheciendo. Allá sentían la frescura del viento y
descansaban los ojos y el cuerpo mirando a lo lejos.
Acercándose vieron el piso de tierra del patio completamente aplanado y
limpio, algo agrietado a causa del calor. En ese momento una señora lavaba las
ollas, las olletas y otras vasijas en el borde del pozo que estaba junto a la
cocina y que ellas cuidaban como su propia vida. La otra señora preparaba un
guiso de carne de cabra que ya olía bien, también asaba panes sin levadura encima
de piedras calientes y entre carbones que estaban rojos. “Buenos días”, dijeron casi en coro. “Buenos
días, es un gusto volver a verlos”, respondió la señora del pozo mientras
secaba platos y posillos de barro rojo que ya se habían escurrido. “Al que
madruga Dios le ayuda”, dijo Manoa riendo. “Si”. “Sigan y siéntense, deben
estar cansados”. “No, al contrario. La caminata nos ha servido para
desentumecernos y calentar los músculos”. “Si, claro”.
La señora les ofreció agua aromática de buen
sabor. “Les hará bien”, dijo mientras los miraba curiosa. “Donde pasaron la
noche?”. “En una posada”. “Y durmieron bien?”
“Si, fue un solo sueño”, dijo Mara.
Recorrimos parte de la ciudad y nos acostamos tarde. “Y como les pareció”? “La
ciudad es bonita y por las noches también está despierta hasta avanzada la
noche”, contestó Sansón mirando las torres de algunas construcciones a lo lejos.
“Que tal se manejaron los camellos?” preguntó Manoa.
“Bien, son tranquilos y obedientes”.
El hombre de la silla, que no había
contestado el saludo ni había dicho una palabra, volteó a mirar a los rumiantes
echados mas allá, bajo las palmeras. Se quedó con la vista fija, permaneciendo
así mucho rato. Pensaba: “Esos animales parecen inmortales, nunca los he visto
morir” y dobló la mirada cerrando los
ojos para trasladarse mentalmente quien sabe a que constelaciones donde hablaba
con seres imaginarios que solo el conocía.
Una de las mujeres observó que Mara miraba
al hombre con insistencia, y como sentía que debía dar una explicación por la
actitud de él, se acercó diciéndole en un susurro. “No quiere hablar porque asegura que es un
desperdicio de energía, necesario para convertirse en inmortal. Se pone
iracundo si lo obligan a hacerlo. Lo único que dice de vez en cuando es: “La
vida se hizo para descansar” y sigue así, impasible esperando transformarse milagrosamente
en un dios. Creo que un día de estos se morirá por falta de ejercicio.
El hombre miró mal a su mujer porque había alcanzado
a escucharla, pero no chistó nada. Proyectó su mirada en la distancia, quedándose como una
esfinge muda y misteriosa que pretende permanecer por los siglos de los siglos.